jueves, 6 febrero 2025
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Escrito en una servilleta:  La traición de los bufones

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"Es imposible vagar por las calles sin pensar en la traición de los bufones, y los pasos son crudas decepciones que se portan como amantes despechadas": René Martínez Pineda.

Por René Martínez Pineda.

Mi esposa no comprende por qué añoro tanto deambular por el centro histórico, y si supiera que suspiro al pasar por la calle Celis, pondría el grito en el cielo, ya que ella desconoce eso de la iniciación cultural. Es la más solidaria de las mujeres, no podría ser lo que soy sin su virtud, y a lo mejor algún día llegue a ser un buen muerto gracias a su influencia. La conocí bajo las sombras de un cacaotero que la tarde llenó de sismos corporales y metáforas del sándalo de la musa que, por ser inmortal, se da el lujo de desnudarse para abochornar al cielo. Fue el predestino quien decidió que la conociera cuando llovía a cantaradas en el jardín de la utopía (muchos años antes de que la traición de los bufones impactara en la luna), lo que me pareció una buena excusa para el roce despiadado con su geografía ardiente, justo en el breve espacio que, por saturación de los mataderos, nos daban los escuadrones de la muerte una vez a la semana.

Allá por 1979, mi abuela sabía si había dormido en casa y, aunque no me pedía cuentas cabales, durante varios días se desvelaba exorcizando mis peligros de joven “organizado” que merodeaba por las calles sin vocear nombres, ni recordar direcciones, para no amamantar el terror de la desaparición forzosa que, bajo el tercer arco del portal La Dalia, fue vaticinada por las mujeres estrafalarias que, por la tarde, leían las cartas y el atol shuco.

En el Portal de Sagrera, los indigentes se zarandeaban suntuosamente y lanzaban un grito que crecía geométricamente en el parabrisas de los buses y resonaba en la caja de don José, el ilustre lustrabotas que hablaba tres idiomas. En esa época, daba gusto fumar unos Delta para mitigar, con el gusano mortal de la nicotina, la fatiga de las reuniones clandestinas; daba gusto ver a las mujeres hermosas e inasibles comiendo una “malagueña” con diminutos y sensuales mordiscos… y entonces, por aquello de las paradojas del tiempo, vuelvo a ser el bachiller que creció de golpe en el trajín de estas calles masacradas; que encontró el camino a casa entre hombres grises que leían el diario para saber si el número premiado de la lotería era menor al número de los asesinados del día; que mantuvo a salvo su corazón mirando por la ventanilla del bus esperando ver algo bueno.

Es imposible vagar por las calles sin pensar en la traición de los bufones, y los pasos son crudas decepciones que se portan como amantes despechadas. De súbito, las lámparas se encienden para iluminar la imaginación de los peatones; los cafés son sucursales del ocio ilusionado; y en el Palacio Nacional se exhiben las fotos de la captura de Jack, el Destripador de treinta años. Volviendo a lo importante, lo que me gusta es saborear un café después de recibir la lección de cultura paralela en la calle Celis, atisbando los calzones floreados de la doble moral de la realidad, para luego sonreír y entrar en las zonas entrañables del centro histórico (el Parque San José, digamos) para reconstruir la ciudad en mí pecho, como si yo fuera el arquitecto de la reinvención.

En esos lejanos días –así se dice para fijar un tiempo que no sea injusto con la memoria- todo nos hacía reír, sobre todo las pendejadas del Mayor, aunque sus atrocidades de hombre inferior nos hacían vomitar. De repente, tomando el café de la nostalgia que servían en la Bella Nápoles, los escuadrones de la muerte asesinaron otro joven frente a Catedral; y los transeúntes guardaron silencio para recibir la ostia de la salvación; y un civil entró trastabillando para gritar el horror visto en la calle, y su miedo se desmadejó en un indecible estallido de lágrimas sin destinatario. Después de tanto tiempo, vuelvo a las calles que se acortaban con la bruma densa de las voces de agonía, calles en las que la gente clavaba las uñas de las preguntas inoportunas y sacaba respuestas como mago de circo: un conejo rojo, un pañuelo negro, un victimario conocido, un piano, un indulto al corrupto y al asesino… y un conejo rojo, otra vez. Pero yo me salvé, aunque la represión me seguía como un perro rabioso ¡yo me salvé, hijos de puta! Y esa es la mejor descripción de aquellos tiempos y de estas calles que no volvieron a ser lo mismo.

Cuando puedo busco un pretexto para pasar por la calle Celis y, dando tumbos al azar, termino el recorrido en el centro histórico para ser de nuevo el indigente de la palabra que busca recuerdos en el sabor inenarrable de los hot dogs El Paso. Y más tarde, la noche huele a pachuli; el vapor del centro se tribula con el huracán de sabores, deliciosamente aceitosos, del Shi Fam y del Hong Kong; el alma regresa corriendo a casa creyendo que volverá a escuchar la última homilía de Monseñor Romero… y en cada remolino de cielo, los olores son más duros y más ásperos aunque hayan estado ahí hace cuarenta y cuatro años: el inigualable pollo Bonanza, la pizza Boom, el café de carretón, el pachuli, la tinta de periódico clandestino, el Zurita, el Pan Presidente, el Hotel San Salvador, todo olía sangrientamente como presintiendo la traición de los bufones. Pero no nos distraigamos, el recorrido comienza y termina en la calle Celis y su olor a ruda del pecado, y juega damas con el tiempo que se quedó como piedra en una banca del parque Libertad esperando por mí. ¿Será que mezclo dos tiempos de una misma realidad y acaso eso importa cuando por fin voy a cruzar la esquina de la muerte?

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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