Por René Martínez Pineda.
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Desde que el país fue bautizado -en la pila del convento de Santo Domingo-, ha sido el territorio de las paradojas: se proclamó la independencia, arrodillándose frente a una gran potencia y a los intereses oligárquicos; se habló de paz, desde la boca de los fusiles -los de las víctimas, y los de los victimarios, aunque uno y otro bando es una cuestión de fechas-; se pregonó la justicia social, haciendo de la corrupción, el capataz de la gobernabilidad; se vitoreó la soberanía del pueblo, y se le impuso una Constitución que es intocable por las manos hambrientas de igualdad social; y, para rematar, los pocos que se salvaron de las balas, del hambre y de las boletas de empeño, le pusieron “El Salvador”, para congraciarse con alguien y, así, no ser mandados al lado de los que no se salvan. Podemos seguir citando paradojas, y sería la de nunca acabar. Sin dudas, aunque al final fue una revolución traicionada, las luchas de los años 70 y 80, del siglo XX, fueron el crisol en el que se fundió una teoría sociológica sobre la revolución social, pero no se previó una variable adquirida que sería definitoria: la corrupción al interior de las filas de quienes -cariñosamente llamados: “los muchachos”- luchaban contra ella, o sea que no se previó la paradoja: oprimido-opresor.
Esa variable, junto a la motivación social surgida, paradójicamente, de la desilusión popular, son una referencia ineludible, sobre todo en estos años de ruptura-apertura del pensamiento social (a pesar de que los sociólogos panfletarios lo nieguen, o se roben el acta final del escrutinio epistemológico), en tanto son el habitus para reinventar la teoría sociológica, debido a que en estas latitudes, más que en otras, las ideas se van reinventando sin perder su eje originario (vínculo: utopía-condiciones heredadas), dejando lecciones de pertinencia histórica bajo la forma de singularidad sociológica. Tal pertinencia se alcanza asumiendo la epistemología de las víctimas, y fundando la narrativa de las presencias.
La que llamamos “sociología crítica” -para no asustar a los descendientes de quienes le quemaron los libros de caballería a Don Quijote- nos enseña que las teorías que buscan comprender-transformar el mundo, son oportunas cuando se readecuan desde la práctica social comprometida, lo que epistemológicamente implica que todas las coyunturas son revolucionarios o, al menos, pre-revolucionarias, y que en ellas hay que buscar, decodificar, y darle la palabra a la verdad pragmática que habita en el imaginario social, pues con aquella se nutre la verdad científica.
El reto del sociólogo que se adhiere al enfoque crítico, es ser crítico y militante del tiempo, coordenadas desde las que se pueden ver, prever y potenciar los soplos revolucionarios (en la teoría y en la calle), y esa habilidad cognitiva superior nos lleva a la condición de ser, junto a los ciudadanos y los líderes que recogieron la antorcha: constructores de la historia, dejando atrás la triste condición de ser sus sufridores, esos personajes folclóricos que pasaron de “jodidos, pero contentos”, a “contentos de estar jodidos… y de haber estado jodidos”.
Esas aserciones no deberían sorprender a nadie, y menos a los que, por herencia, tuvimos una formación marxista que, entre miedos y coraje, nos hizo comprender -a pocos- que no se podía “marxizar” el mundo, verbo que refiere al delirio de creer que, a Marx, hay que seguirlo al pie de la letra (sin actualizarlo, en lo que respecta a los autores de la transformación social, y a la reinvención de la forma-contenido de la utopía, asumiendo que no está hecha sólo de palabras), y que el mundo sigue siendo idéntico al que describió cuando estaba frente a la hojarasca, fabril y febril, de la Comuna de Paris.
Y es que, al no actualizar las teorías de la transformación social, nos convertimos en cómplices del ocultamiento de las formas de opresión, explotación y exclusión que el sistema económico, en modo caníbal, va abriendo a diario -a veces con la complicidad de quienes antes estuvieron del lado de las víctimas-, poniendo en evidencia que la desigualdad social es una realidad más lapidaria que la de la pobreza, porque minimiza al ciudadano, y porque no se es consciente de ella, y, en esa condición de inconsciencia, no se puede distinguir el paraíso, del infierno; lo público, de lo privado; la revolución, de la castración; el héroe, del canalla; y una pupusa de queso, de una revuelta popular, como la de 2019. La inconciencia y ausencia en una realidad que nos sometía, impunemente, explica por qué, durante treinta años, las personas no se sintieron indignadas con nada, ni con nadie, aunque tenían más de ciento veinte mil funerales para estarlo, y esos funerales eran -per se- la razón para buscar abordar la realidad desde la epistemología de las víctimas.
Y es que, la sociología, no es un museo de libros escogidos, por conveniencia personal, en los estantes de la realidad, debido a que ésta es un constructo cultural en movimiento. Esa realidad que le grita, a la sociología, que no se puede reducir a ser un museo, se transforma desde lo cotidiano, ese lugar íntimo en el que: el fútbol, es una religión sin ateos; la madre, es una virgen intocable; las pupusas, son más mágicas que los peces del Maná; Judas Iscariote, es el confesor del traidor; y la casa de empeño de lo público, es el burdel más visitado. El saber sociológico que denuncia la injusticia, y el sentido común que deambula, con la garganta rota, pregonando “cachadas”, tienen una lógica distinta al saber económico que los produce, y esos saberes llevan bitácoras distintas en su significado e impacto.
Por tal razón, la sociología necesita epistemologías que tengan abstracciones amplias, inclusivas, y mundanas, para reinventar la narrativa de acuerdo a las necesidades del hoy, con lo que se podrá mover entre conocimiento e ignorancia, así como se mueve entre pasado y futuro, en tanto tiempo-espacio que son continuos en el presente. Esas epistemologías deben enfocarse en los que siempre han sido las víctimas, y siempre han sido puestas en modo ausente, tanto en las políticas sociales, como en la historia oficial patrocinada por los victimarios y sus historiadores de cabecera.
Que la sociología pase de la epistemología de los victimarios, a la de las víctimas, no es una cuestión partidaria, es teórica, pues se funda en la decodificación de las historias frustradas para asumir el papel de partera de la utopía social, lo cual es elemental en este momento en el que se habla de viajar a Marte, olvidando que la inmensa mayoría de la población del planeta aún viaja en el tren del siglo XIX, en cuyas estaciones aún no se ha inventado la energía eléctrica de la igualdad social.