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Escrito en una servilleta: La seguridad sí se come

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"Hemos vivido tres décadas-sangre en las que el hambre se saciaba, los tres tiempos, con tortillas de miedo que, en silencio, merodeaba en las calles": René Martínez.

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Por René Martínez Pineda.

Se cumplió un año del régimen de excepción para combatir la delincuencia -denunciada en las encuestas de los últimos treinta años como problema principal- y los resultados son exitosos desde los ojos de las víctimas… y, precisamente por eso, son un dolor de cabeza para la oposición que tiene como única estrategia de vida pregonar que es violatorio de los derechos humanos. Quizá el símbolo más fiel de los últimos cuatro años sea la miseria política de la oposición que respeta a los victimarios y condena a las víctimas, queriendo regresar al pasado con argumentos retorcidos de populismo penal, debido a que no comprende -o no le conviene comprender- que terminar con la delincuencia es una reivindicación unánime que va más allá de lo ideológico. Y es que el código moral de la oposición no condena la violencia, sino el fracaso económico y político que implica acabar con ella.

En estas tres décadas, la violencia política engendró violencia social entre los pobres -eso está claro en las estadísticas de homicidios-, y también engendró ganancias multimillonarias para el mercado de la violencia que la vendió como espectáculo pornográfico en los medios de comunicación, y la convirtió en una mercancía entre quienes, después de vivir con ella en sus barrios, pasaron a vivir de ella como “emprendimiento” económico y religioso que sirvió de parapeto a la delincuencia. Pobres contra pobres en el campo de batalla de la desigualdad social hasta hacer del miedo el Ministro de Control Social y una consejera electoral que fue la costumbre de la cultura política.

Hemos vivido tres décadas-sangre en las que el hambre se saciaba, los tres tiempos, con tortillas de miedo que, en silencio, merodeaba en las calles. De esa forma, el miedo fue el instrumento de la amenaza: si denuncias, serás denunciado; si caminas por las calles, serás asaltado o asesinado; si quieres cambiar la realidad, serás sepultado por ella en el noticiero estelar; si tienes la utopía de un país hermoso, serás encerrado en el manicomio del cementerio.

Pero, venciendo el miedo y a quienes lo promovían como gobernabilidad, esa utopía vestida de hecatombe electoral se convirtió en camino y pasos dados, y la aritmética del miedo se convirtió en el álgebra de la transformación social. Atrás quedan las preguntas elementales de las décadas-sangre: ¿Cómo negociaban el miedo en las maquilas del crimen legislado con saña? ¿cómo convirtieron la ciudad en estética de la muerte y en referente urbanístico del miedo a la delincuencia? ¿Cuál es la condición social del miedo cuando se pierde el miedo?

Analizar el miedo que sepultaba al país -era el imaginario de la mala adaptación cultural que controlaba todo como un dios- es el punto de partida para combatir la delincuencia recuperando el territorio en el que fueron enterrados más 120,000 salvadoreños. En ese sentido, se trataba de una construcción social del miedo que modificó el comportamiento del pueblo para que lo aceptara como algo inevitable y eterno. El imaginario es un elemento constitutivo del orden social, pero no como reflejo instintivo de la realidad, sino como parte integrante de ella, en tanto define estructuras de significación fijadas en procesos históricos específicos que le dan sentido a la vida humana. El país, hasta hace poco, era una mala fotografía de sí mismo porque respondía a perversas relaciones de poder, de mercado y de cultura. En función de dichas relaciones se popularizaban las cifras del miedo -la estadística de la sangre de los pobres- que le daban de comer a los medios de comunicación y a los organismos defensores de los derechos humanos de los victimarios, no de las víctimas. Como complemento del número, se generó un urbanismo barroco que ratificaba ese miedo colectivo con portones, alambrados y vigilantes privados que trataban de mitigar la inseguridad ciudadana. Pero en las calles no había portones ni vigilantes que valieran.

Ahora bien, la estadística de la sangre no era un símbolo escueto de la criminalidad, sino un código indescifrable del control social y político. Entonces, el número de muertos era el mecanismo de la gobernabilidad que justificaba la represión a los pobres con un ejército de pobres que sin problemas se contaba hasta ochenta mil. Después de un año de régimen de excepción -que nos convirtió en la excepción de los países sometidos por la delincuencia- dejamos de contar muertos para contar días sin homicidios.

Ese imaginario del miedo que nos fue impuesto durante treinta años, se reflejó en una territorialidad usurpada que tenía sus “santuarios de sangre” en las colonias populares. Por tal razón, el imaginario del miedo se producía-reproducía con una gramática funeraria que sintetizaba, en la cotidianidad, el contexto de inseguridad que, deliberadamente, cumplía la función de “eco del dolor” rebotando en las paredes de un urbanismo como recordatorio de la relación de poder ejercida por la delincuencia y los partidos políticos que la avalaban, siendo así un urbanismo del miedo que incluyó la reorganización social del espacio: zonas inseguras y zonas seguras. Entonces, como parte del combate a la criminalidad hay que impulsar un plan global de “reinvención urbana” que tenga como eje privilegiado y simbólico los espacios públicos que dejen de ser “los lugares más peligrosos y emblemáticos de la violencia de los pobres contra los pobres”, y que, al hacer florecer al país en todos los rubros, demuestren que “la seguridad sí se come” en el plato del pobre.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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