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Escrito en una servilleta: La hora de recordar

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Pero hoy estamos en el lugar donde chisporrotean los yunques que van a inundar los ríos con las fotos de los corruptos que flotan como detritus

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Por René Martínez Pineda

Y así, sin qué ni para qué, descubro que estoy del otro lado de los académicos de aterradores culos y aliento fétido; del otro lado de los escribientes polvosos afines a las cucarachas que cobran un sobresueldo por escribir desde los ojos purulentos de los victimarios para que no se perturbe su sueño sin unicornios azules. Contra la marea de esos que se niegan a establecer el grito y que suspiran por la metafísica del cangrejo, la realidad está cambiando en nuestras narices desde los no-cambios de ayer. Y entonces, el crujir de las viejas campanas de la iglesia abandonada convoca la caída de la tormenta de concretas gotas que lo lavará todo. Y más tarde, cuando el tedio de lo no hecho bosteza en las riberas del suicidio, el santo de la realidad que se descubre a sí misma hace las veces de sacristán bonachón convertido en demonio drástico de los cambios con cambios, o, en actitud vencida, es un viejo espantapájaros que la gente quema para hacer realidad la realidad del ofendido.

Es la rosa del primer viento de febrero la que me obliga a estar en el lugar exacto que el día demanda para platicar con el sol en cuarto creciente que se desgaja en fascinantes chorros que corretean la calentura de los niños, y sé que, si pongo cara de vivo, la vida se fusionará en mi cara como poema de amor inconcluso que hará más drástica la singularidad sociológica que marca el rumbo a pesar del patético llanto que se traen entre patas los que quedaron como pelones de hospicio en las urnas llenadas en el otro lado. En definitivas cuentas, imaginar un país diferente es imaginar que el salario alcanza para comprar zapatos con calcetines sin baches, y eso es suficiente para amar el código penal de los lunares y corregir las vaguedades de la flauta mágica de Mozart cuando estemos a orillas del Sumpul extrayendo las flores fúnebres que lo sofocan. 

Y así, sin qué ni por qué, descubro que he regresado del otro lado, ese lado oscuro del país en el que me encerraron -a fuerza de violencias sin pan ni poesía ni homilía- para que no protestara por las infamias de los infames; para que no me convirtiera en un loco tira-palabras, pero resulta que eso no les funcionó, tristes académicos del aplauso letrinero, porque regresé con más puntería para hacer la revolución sin plomo para no cargar de toxicidad los órganos reproductores de las gallinas y que eso nos impida multiplicar la agricultura nacional por falta de huevos.

Y así, sin qué ni para cuándo, descubro el engaño, las llagas, las fracturas de alma que nos propinaron en el atardecer de la pólvora. Fueron los militares y los oligarcas de rancia estirpe -¡sí, fueron ellos!- y, para construir los relatos sin retratos usaron -como quien va al baño- a los académicos de aterradoras palabras y sórdidas risas que andaban en busca del diezmo de fama; los hicieron deponer sus vigilias intelectuales sobre la fornicaria cama verde de la tristeza ajena para que fueran sus cómplices en la edificación de un país tétrico que se convirtió en las condiciones heredadas de lo que hoy se quiere construir, a pesar de ellos, los guardaespaldas de la mentira. Y así, sobre el plomo y las carencias colectivas -su único acto democrático, en algo tenían que serlo, y que mejor que democratizar la pobreza y las tumbas sin lápidas- construyeron ciudades sordas y soles ciegos y universos sin versos de denuncia en la coreografía vulgar de un nido de ratas kafkianas y, con las puyas de una traición pregonada en silencio, sodomizaron el grito elemental para que no llegara tumultuoso hasta el cielo, desnudaron las raíces de la ilusión pedestre olvidando que no se puede construir futuros sin ellas.

Y así, sin qué ni por dónde, estamos montados en las olas de este tiempo-espacio de la singularidad sociológica en la que se gesta definitivamente la alegría unánime que se enterrará como ombligo en el ejido del maíz. Académicos obscenos, flagrantes en su odio al pueblo cuando lo ven alegre o bañado. ¿Cómo pueden recitarle a la sonrisa irreal de los cangrejos rojos y a la fascinación del oro privado cuando el pueblo aún camina descalzo por la carretera longitudinal del hambre con el alma ahogada en los apacibles lagos de los traidores borrachos? Para ustedes, la alegría nacía en el contubernio de cadáveres de las ciudades sifilíticas.

Pero hoy estamos en el lugar donde chisporrotean los yunques que van a inundar los ríos con las fotos de los corruptos que flotan como detritus. Pero hoy, es la hora de recordar cuánto duele el zapato izquierdo con la suela rompida; recordar cuánto hieren las boletas de empeño a fin de mes; cuánto angustian los bostezos en la parada del bus que lleva a la maquila; cuánto calan las balas de la plusvalía en el lomo del salario mínimo; cuánta tristeza causan las palomas sin pan; cuánto dañan el espíritu los niños sin juguetes nuevos que se crían en los burdeles viejos sin andamios; cuánto duelen los dientes que se pudren por el tedio de la falta de bocados sin que surta efecto jugar escondelero con el hambre.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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