El imaginario popular, como epistemología de las presencias, es un código casi inescrutable que tiene su fondo y superficie muy distantes entre sí, y sus calles rectas, plagadas de curvas, lo convierten en un submundo tan fascinante como el mundo sociocultural de un país que fue sometido por la violencia. La oscura cueva de ese submundo -cueva de los tormentos- es la imagen de un secreto urdido por masacres, expropiaciones, traiciones traducidas al inglés, dictadura militar, cárceles clandestinas, indocumentados forzosos y, para terminar de joder, endulzado por académicos esbirros que son tan incansables para mentir, como los políticos corruptos que los apadrinan y no se cansan de robar. Cueva de los tormentos como nostalgia de un futuro sin pasado; como inframundo en el que yacen las ruinas de su ansiedad atormentada por el aullido nocturno de las boletas de empeño. A pesar de eso, pudimos vivir en ese inframundo usando máscaras festivas, o convirtiéndonos en devotos de la iglesia del negacionismo pastoreada por matarifes, sin expediente criminal, que querían llenar de cadáveres el Gran Cañón de Arizona.
Esa cueva de los tormentos tiene fechas cabalísticas cinceladas en silencio: 10 de mayo de las mujeres con hijos desaparecidos y con poetas mártires que se niegan a morir en un poema de amor; 22 de junio con maestros perversos que, por ineptitud notoria, se tragan la luz, y con maestros que reinventan el abecedario en la mente de los niños para que descubran la trigonometría de lo público; 3 de mayo en guerra contra la privatización de la cultura y la desnacionalización de los sueños; 10 de octubre originario, sin mercaderes de la ideología ni carros lujosos comprados con dinero robado; 15 de septiembre sin tratados de libre comercio que nos traten como esclavos, y con utopías tan bellas como la flor del Maquilishuat; 12 de octubre, con filibusteros en busca del agua patria para saciar la sed de sus bolsillos; 14 de febrero, pululando en la memoria de las putas tristes que, en silencio y a solas, leen el reglamento de la doble moral que le dio sentido a la Constitución que -mientras se hacían exámenes tacto-rectales con la coartada de la borrachera- fue impuesta para imponernos la sangre cotidiana con fines de lucro.
Hay una cueva de los tormentos en el imaginario como doctrina de imágenes milagrosas adoradas en secreto -y sin pedirle permiso a la trepidante usura del líder de los traidores- por los cuerpos entrañables que, en el calor de un desierto remoto que invita a la masturbación, fueron tejidos con el acero que crepita en la soledad de dos siglos copados de siglas triviales para el pueblo.
¡Ah! cueva de los tormentos como tumultuoso cementerio en el que los indigentes de la palabra sin patria se sientan a escribir poemas inconfesos, mientras repiten, de memoria, las vocales del vahído social en plena calle; indigentes de la palabra que conocen las cuatro operaciones básicas de la lucha en pleno orgasmo gramatical; que persiguen, sin brújula, la utopía social que quedó difuminada, como estrías, en el muro del norte que lo divide todo para proteger a los otros, de nosotros. Y en el fondo de esa cueva, la resucitación de los muertos que nunca mueren es un milagro en el último vagón del tren de las cinco de la tarde; y la panela de los labios de la utopía más hermosa, es el código del que fue fusilado en los paredones comunales; y los pies descalzos, son las huellas del caracol de la justicia de las víctimas reptando sobre las brasas del amor que, por mundano y previsor, primero coge para no caer en la trampa, religiosamente mercantil, de hacer el amor a través de las cosas.
Cueva de los tormentos donde el imaginario busca refugio -y es el refugio a la vez- y se codifica como espeleología de la conciencia del pueblo como diminutos caseríos junto a las milpas sembradas en el recodo del río, en el patio del vecino rico, y hasta en el salitre de los muelles adictos al sudor; caseríos tiritando entre la menstruación del cafetal sin luciérnagas; barrios heroicos en guerra con el chubasco de la extorsión más infame; cantones de sobrevivientes cegados por la desnutrición del candil; maquilas al acecho entre los frijolares sin pedos populares. Y en la última y tibia grieta de la cueva: El Mozote, como remolino en suspenso; Acajutla, como muelle de indocumentados; partidos apestosos, como negligente fosa séptica con la boca abierta; Ciudad Delgado, Apopa, Soyapango y Mejicanos, atrincheradas en ilusiones celestes para darle la malvenida a los filibusteros del voto de sangre; Guazapa, fiero vaso de chaparro como jarabe para la tos de la apatía; Perquín, como santuario del pasado no traicionado; el Mercado Cuartel emulando, con una flor de cerezo pintada en los pechos, al Barrio La Boca; Acajutla, el Golfo de Fonseca y los manglares repletos de niños fumando en tiempo presente, como playa de un pueblo que no olvida dónde tiene enterrado el ombligo, el que, de milagro, no fue robado por el expresidente cagón.
La cueva de los tormentos, como epistemología de las ausencias, es el tiempo del refugio -y es refugio- contra la bomba atómica de la desesperanza que querían lanzarnos, otra vez, los corruptos de siempre; es el imaginario social que le da sentido a la sociología comprometida con quienes han sufrido la historia desde que les prohibieron escribirla; es el laberinto que se niega a mostrar, tal cual es, el oloroso agujero negro que se traga todo sin piedad. Cueva de los tormentos como cueva de tormentas; como confesionario de los confesores de la fe, pero sin los pervertidos confesores de la penitencia, y sin los apóstoles del diezmo, esos a los que el pueblo acaba de castigar imponiéndoles el voto de castidad política… y la castidad sexual también, no vaya a ser que, por depravación espontánea, se reproduzcan en tres años.