sábado, 13 abril 2024
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Escrito en una servilleta: La búsqueda del gran despecho

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"La búsqueda de la “patria para todos o para nadie” me llevó por todos los estados de la materia": René Martínez Pineda.

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Por René Martínez Pineda.

La búsqueda de la “patria para todos o para nadie”, cuando la asumí como el vaticinio de una foto de 1967, me llevó por todos los estados de la materia: lo sólido de las carencias populares, tan comunes como deliberadas; lo líquido del pensamiento revolucionario original que no concluía en traición; lo gelatinoso del titubeo táctico que me acechaba, a la vuelta de la esquina sospechosa, cuando el peligro pisaba mi huerto; lo gaseoso de la lucha cuando se nutría del sentido común. Esa búsqueda me llevó por todos los estados del saber: del sopor de la ignorancia escolar que no pudo sacarle la raíz cuadrada al hambre, a la euforia de la ortografía rebelde que me dejó comerme la “h” para que el hambre fuera una palabra más corta; del superhéroe invencible, al mortal Cipitío que acechaba a las mujeres desnudas en los ríos, las que, con sus pies, purificaban la sangre derramada.

La búsqueda de la “revolución o muerte”, me llevó por todos los estados filosóficos: de lo metafísico del rezo del cura pedófilo, a lo físico de las caricias mundanas que dibujan una flor en el plato vacío; de lo idealista de ser, a lo materialista de tener, aunque no tenía nada; del mórbido Hegel, al genial Marx que lloraba por las noches al ver llegar la plusvalía con un voto nulo en la mano izquierda; del fascismo de Platón, al humanismo de Anastasio; de la frialdad de unos pechos alquilados para disimular la soledad, a la risotada de la Ciguanaba que deambulaba apaleando sus tetas en las piedras de los ríos nocturnos para maldecir su falta de leche.

Esa búsqueda de acongojada hiedra terminó en un naufragio en tierra firme; en un llorar de ojos secos; en una ebriedad del valor; en un barco perdido sin la promesa de faro; en una piel sin manos encima; en un álgebra pervertidora de salarios. Sin embargo, esa búsqueda es algo que volvería a repetir. 

Ah, necio de mí, que creía que los pobres se comen la flor nacional por patriotismo; que el pastor sólo recibe órdenes de Dios; que la sociología tiene como pecado original el compromiso con el pueblo. Si tuviera que recoger las setecientas treinta y dos hojas caídas del calendario que me regaló el dueño de la “Sastrería Larín” cuando supo, una tarde de vientos tropezados, que lo furtivo me marcaría; si lograra que el tiempo regresara sobre sus pasos para volver a empezar mi vida… la volvería a vivir con los mismos errores y los mismos aciertos; con las mismas dudas y las mismas certezas; con los mismos amores culposos y los mismos odios dolosos que me permitieron ser lo que soy: un decodificador de cenizas. 

Sin dudarlo, volvería a ir al rastro –a las cinco de la mañana- a ver cómo matan a los bueyes, aunque me impactara de nuevo el olor de la sangre, porque eso me enseñó a no temerle a la tortura que acongojaba pezones maternos y consumía velas rezadoras; volvería a buscar el lugar secreto en la iglesia abandonada para reinventar el maíz leyendo, con despecho, “el gran despecho”, porque eso me permitió saber de la solidaridad de la cueva telúrica; volvería a escoger la lucha popular, porque eso me permitió conocer el amor total que se siente por el hijo que partió antes de que fuera partido por la delincuencia.

Sin dudarlo, volvería a disparar un arma de corto calibre para requisar un fusil, porque en un tiro aprendí a no temerle a la desventaja y a domesticar el silencio en la celda probatoria; volvería a estudiar sociología para saber qué significa la artritis de la pobreza y revivir la esperanza de un título sin empleo y repleto de pleonasmos y eufemismos.

Sin dudarlo, volvería a vivir en la casita rural que suspiraba por las noches viendo pasar los cuerpos de los asesinados por la dictadura; volvería a iluminar mis noches con el candil de la abuela, porque eso me llevó a saber que la magia era tan consuetudinaria como las lombrices; volvería a enamorarme de la niña de tercer grado que recitaba poemas, porque eso me llevó a escribir para evadir el sabor del desengaño y comprender que lo vital de la generación comprometida fue eso: ¡comprometerse!; volvería a caer en la tentación de la señora que me doblaba la edad -y la ropa- cuando yo tenía quince, porque en sus sábanas aprendí que la desnudez con ojos cerrados es la única acción humana que nos iguala.

Sin dudarlo, volvería a madrugar para ir a jugar fútbol en la cancha polvosa, porque eso me permitió ver los camiones que venían de enterrar a los que no tenían bonita letra; volvería por los mismos caminos tarareando el olor de los martes, para terminar con el pantalón roto del culo, ahogado en boletas de empeño y reuniendo centavos para pagar el recibo de la luz, porque eso me ha permitido estar rodeado de quienes rodeo con mi abrazo… y entonces todo valió la pena, incluso la inconclusión de la utopía que, con paciencia de santo, esperó la llegada del verdadero gran despecho en el paisaje celeste de febrero, mes en el que la búsqueda de la “patria para todos o para nadie” se resumió en afirmar que lo público debe ser igual o mejor que lo privado.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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