Por René Martínez Pineda.
En bachillerato aprendí –espantando, como a moscas, el fétido tedio de las clases de contabilidad del señor Hernández en las que rumiaba, sin cesar, su viscosa saliva- que el estado de pérdidas y ganancias (estado de resultados) “es un documento contable que muestra, de forma detallada y ordenada, la utilidad o pérdida del ejercicio de la empresa”. Lo mismo puede hacerse con la vida, le dije, sólo por llevarle la contraria y para huir de la infecta marisma en que nos ahogaba, y un ¡NO! rotundo se meció en su cara de tótem mal hecho. Sin embargo, se puede, murmuré.
En el estado de resultados de mi vida, sin saber si son ganancias o pérdidas, o si es un empate en el último minuto de tiempo extra, detallo: un corazón que ama a muerte al paisaje de febrero y que hoy late con viscosos problemas y se descalabra en lo fisiológico, pero que, a través del amor de mis hijos, tiene un saldo billonario en las cuentas por cobrar de la utopía y en la caja chica del alma; una familia que, incondicional, ha sido confesionario, techo, coartada política y refugio antiaéreo para oír, fundidos en un abrazo, el relato maravilloso de las mil y una noches de insurrecciones altruistas; el cuaderno de caligrafía en el que impera la primera “O” que me salió geométricamente perfecta.
En el estado de resultados de mi vida, sin saber si son pérdidas o ganancias, o si es un escrutinio que obliga a una segunda vuelta, detallo, comprobantes en mano: aquella noche de la decisión tremenda de hace cuarenta y ocho años después de oír “pobrecito mi patrón”; el cuaderno de Estudios Sociales rodeado de juguetes entrañables; las buenas intenciones del amor materno que luchó sin tregua ni cuartel en el mercado y en el hospital público; la redundante extenuación en los cerros de la guerra contra la dictadura militar y en la cancha de fútbol sin grama; las trampas para cazar las roedoras mentiras de los pendejos burocráticos del gran chaparral de la corrupción; los libros hermosos que cuido, ferozmente, para que no los toque la saliva del invierno; los exilios en sitios remotos que me enseñaron qué es la nostalgia; un traje negro de casimir chapín que me forzaron a estrenar en marzo, a pesar de que ya había sido estrenado por el vecino que murió de tristeza; unos calcetines que nunca se ensuciaron de corrupción; un zapato izquierdo con la suela rompida que olvidó el camino a casa.
En el estado de resultados de mi vida, sin saber si son ganancias o pérdidas, o si es un fallido reporte de auditoría, detallo: las tertulias académicas usando palabras de pocos amigos con mis amigos; seis sentidos merodeando una cintura inversamente proporcional a las caderas; labios de fuego de la boca floral que recita poemas hermosos que no entiendo; un placebo infalible para el exacto segundo en que brota el dolor de las palabras graves; una ducha a la intemperie cada diez días en el volcán nacional infectado de finconas privadas cuidadas por un ejército privado que se cree el escogido de dios; una soledad que no se arrepiente de nada, aunque se quede aún más sola; la interina paz de la conciencia imprescindible de quien no busca el lucro personal para distanciarse de los traidores más grandes de la historia que se disfrazaron de revolucionarios; el adiós enternecedor de un hijo bueno y un Jack el destripador encarcelado; el gesto quedito que se hace cuando se ama sin cláusulas, ni calendario, ni fecha de vencimiento; la madrugada celeste en que se escribe un ensayo de cultura política o una novela testimonial sin salir a tomar aire; los ojos almendrados del ser amado siguiendo mis pasos en la oscurana que me amenazaba con su logarítmico veneno; la tarde tomando café en la que hice mía el hambre y el frío del indigente.
En el estado de resultados de mi vida, sin saber si son ganancias o pérdidas, o si es un libro diario con las hojas en blanco, detallo: el ladrido de las boletas de empeño a fin de mes; las lágrimas sin ojos; el autobús madrugador que me llevó al primer trabajo y me hizo olvidar el ayuno con la flema humeante de su motor; el asma que el médico no supo cómo curarme y que diagnosticó como “mal de ojo”; la pócima mágica con la que mi bisabuela corrigió el diagnóstico médico; el asco frente al primer hombre mezquino que conocí en la universidad pública y la premonición de verlo vestido como ministro; la infame codicia que lastima la otra mejilla hasta reventar sus terminaciones nerviosas; el código del mapa del tesoro que tenía cuando joven; la foto del traidor a su pueblo colgada en la puerta de la letrina; el rencor trigonométrico que encarcela a los corruptos de oficio; los cuervos que sacan ojos y dientes, sólo porque sí; los ojos permitidores peores que el peculado; los momentos duros que fueron suavizados por mis hijos; todos los placeres furtivos que oculta la letra “O” cuando deambula desnuda por la Constitución para dejarla sin artículos pétreos.
En el estado de resultados de mi vida, sin saber si son ganancias o pérdidas, o si es un corte de caja preliminar, detallo: los ingresos extraordinarios de las risas infantiles en el rincón del alma de la ciudad que hilvana metáforas; el diminuto cuarto donde soñé palabras libertarias y tortillas compartidas; el parque público que los poetas buscan para llorar sobre la leche derramada; un zope de alas enormes pidiendo disculpas por los robos que cometió para poner una venta de sopas gourmet; la dignidad de ser un digno utopista que milita en el tiempo que se reinventa a sí mismo.
Y entonces, cuando detallo el penúltimo ingreso y el último egreso, ya no sé si tengo pérdidas vitales o si tengo ganancias románticas que hagan relevante mi vida.