Por René Martínez Pineda.
¿Se puede odiar lo que antes se amó hasta el borde de la cornisa del suicidio? ¿se puede perdonar lo imperdonable sin venderle el alma al diablo? Esos son los dilemas que afronta el utopista cuando la revolución, en la que luchó sin tregua ni trinchera, pierde lo revolucionario, y llega la hora fatídica de iniciar de nuevo, mas no de cero. Los ficticios militantes de izquierda –ante todo quienes, con la cobardía como escudo familiar, llegaron a un cargo sin haber luchado en los años que estuvimos en peligro- se indignan cuando se interpela al partido de “izquierda” por sus acciones desatinadas y delictivas cuando tuvo significativas cuotas de poder político-social y, ondeando un desconocimiento atroz de la teoría revolucionaria, hasta lo consideran como una traición al pueblo. Sin embargo, no lo es, porque pueblo y partido no son sinónimos, y cuando lo son, en las coyunturas de crisis revolucionarias, el pueblo siempre es lo vital, siempre el referente, siempre la brújula, siempre el principio y el fin de la bitácora.
En mi opinión, traicionar a los traidores no es una traición, es un acto de dignidad pura y dura. Sobre ese hecho tan despreciable -cuya víctima es el pueblo, y los perpetradores, sus representantes- las opiniones son variadas: Petrarca, dijo que todo el mal que puede desplegarse en el mundo se oculta en un nido de traidores; Montaigne, afirmó que la traición es un vicio ordinario; y, Benedetti, yendo al fondo del asunto, aseguró que hasta Dios nos traicionó cuando decretó la muerte como parte inexorable de la vida. Esa diversidad de posturas explica por qué, para unos, la traición es moral, cultural y políticamente condenable, mientras que, para otros, la traición es necesaria e inevitable, ya que sin ella no habría gobernantes, sólo mártires, tiranos o corruptos autónomos, lo cual es una visión sospechosamente pesimista. Desde la mirada de las víctimas (los olvidados por quienes juraron no olvidarlos), cualquier traición, incluso la que sólo se piensa, es abominable, porque esos pensamientos siempre hallan la forma de escabullirse de la mazmorra de la mente.
Para los utopistas, la traición política es un monstruo escatológico que devora mártires y espanta los sueños bonitos de un pueblo que, en el altar del sacrificio altruista, ofrendó a sus hijos para construir un lindo país, como lo soñó Roque. Por ello, la herencia que nos dejó la izquierda oficial (la izquierda de la derecha, para decirlo con Gramsci) nos obliga a retroceder muchos años en esa utopía que, por la mano de los traidores, llenó de pelos la sopa de la democracia. Lo anterior hace de la traición un desafío para la sociología política, debido a que mueve el piso sobre el que se edifica la historia, en tanto cuestiona y lesiona las intuiciones de la justicia social (dadas, dándose o por darse), poniendo a prueba la leve imagen de la política libre de corrupción e impunidad, y, lamentablemente, también lesiona el talante del pueblo como protagonista central y controlador oficial de los principios de sus representantes.
Si hablamos de revolución social con cambios revolucionarios, el punto central de la política es la lealtad incondicional a los vivos y los muertos, y su antítesis es la traición en modo épico, y como un giro, moralmente inicuo, que el pueblo no merecía sufrir después de todo el sufrimiento que lo tenía con las venas abiertas y las casas cerradas.
Sin duda, la traición exalta paradojas que se revelan en las pasiones, penitencias –ciertas y falsas-, rectificaciones oportunas, necedades vitalicias y -en el utopista que sabe que el pueblo es más grande e importante que cualquier partido- deseos de que no haya existido, deseos de que haya sido solo una pesadilla. No obstante, las condiciones heredadas son algo objetivo que hay que valorar sin fetiches ni sentimentalismos. Desde los años 70 en que los utopistas movilizamos la conciencia, en la política revolucionaria no hay un insulto que sea más lapidario y ardiente que el de: “traidor” (un adjetivo que no se quiere usar, por su dureza, pero al que se debe recurrir para corregir las cosas), y no hay una condición más deplorable que la de ser un “traicionado”, pues es sinónimo de tonto electoral.
Nadie tan despreciable como el traidor que, incansable, usa la palabra “pueblo” para tapar su fetidez criminal; nadie tan detestable, lesivo, perverso e indigno, dijo Marx, cuando habló de los vicios humanos que pondrían en peligro el surgimiento del nuevo modo de producción. Pero, ¿por qué tanto odio contra el traidor, sea éste un político, un religioso o un futbolista que amaña partidos? Es que, cuando la persona que traiciona proviene del pueblo –o sea que tiene enterrado su ombligo en el mismo terreno que los pobres que confiaron en él-, se enciende un temor similar al de Hansel y Gretel: el temor a ser abandonado por su familia en la intemperie de la injusticia social; el temor a ser desterrado desnudo de los sueños colectivos; el temor a ser dado en adopción a una familia maligna y explotadora; el temor a ser entregado a los enemigos, por unos dólares más. Es por eso que el traidor que rompe el sagrado juramento de lealtad con su pueblo, merece el castigo de los dioses de lo cotidiano, y no hay nada más cotidiano, en este momento político, que las urnas electorales, en tanto sustento del odio y la desilusión que, en el paisaje de febrero, quiere convertirse en nuevas ilusiones para no morir de hastío, o para no ahorcarse con la soga de la apatía conformista.
En esos miedos se reproduce, por generación espontánea, la peste negra del traidor que desata la fiebre de la presencia y ausencia, de lo desconocido y conocido, debido a que el temor fundacional del traidor es ser destruido por lo desconocido y, al mismo tiempo, ser abandonado por lo conocido, el dejar de ser el sujeto de lo querido, pues sabe que traicionó al que lo quiere; el dejar de ser alguien para pasar a ser nadie. Eso fue lo que les pasó a los líderes del FMLN, quienes, para mantenerse como tales, prometen lo que no pueden dar: lealtad y honradez revolucionaria. Siendo así, el miedo se funde con el odio cuando se trata de la traición entre iguales, porque el traidor nos abandona y nos entrega al enemigo que juró combatir y, en el imaginario del pueblo, eso exige condenar a los traidores a que deambulen, eternamente, en el noveno círculo del infierno de Dante, en el entendido de que no sólo se trata de castigarlos, expulsarlos o encerrarlos en un calabozo sin puertas, se trata de borrarlos de la memoria.
Lo anterior explica el porqué de la dureza inamovible del pueblo contra los “amañadores” de partidos de fútbol, y el odio-desprecio que siente contra los políticos que, vistiendo de rojo, traicionaron -y siguen traicionado con su obtusa demagogia y poses de “yo no fui”, y “a mí que me registren”- la sangre derramada por el pueblo, tal como lo evidencia el discurso del ganador de las elecciones internas del FMLN.