Me lo repito a mí mismo: no existe una sociología de lo correcto o incorrecto que me ordene cómo guiar mi barco en el lago de azufre del imaginario; no existe una sociología del purgatorio que no sea insurrecta en sus juicios de lo que es incorrecto o correcto cuando, de atrevido, reinvento el mundo mientras fumo con los que desaparecieron en la neblina de la delincuencia. No existe una sociología elemental que se deje mandar por el sociólogo en la definición de lo incorrecto o correcto cuando, de loco que soy, me apropio la utopía que, de joven, me marcó para siempre, y que hoy, por culpa de los traidores más grandes de la historia, parece que fue algo erróneo en la conciencia.
Pero… si he de sucumbir en las manos de lo incorrecto de la utopía, que sea una tortura sin cuartel; que sea sangriento y sin emolumento; que sea un castigo ejemplar: el café sin vainilla; el calcetín izquierdo roto y remendado; los zapatos con las suelas sonrientes; el pantalón azul estrujado, dolido y con los bolsillos baldíos; la camisa roja sin botones blancos y con mil ojales al azar; la boca sin besos ardientes y lactantes en la herrumbrosa vecindad de la toma del poder desde las urnas; la cuenta de ahorros con el saldo sonriendo con un solo dígito, menor o igual a uno; el arroz duro y los frijoles helados, como muertos olvidados por la ignominia de los lujos a la vuelta de la esquina del curul del incansable imbécil que en las plenarias juega capirucho…
Pero… si he de ahogarme en el vaho de lo incorrecto del utopismo, que sea una flagelación continua, religiosa, crónica; que en la noche buena cruja la rama mala del dengue para recordar el martirio del pueblo; que en la lengua se me pegue como pulga el hambre ajena que hago mía; que en las narices se me atore el aroma nocturnal del sexo de la indigente de la revolución frustrada que busca un lugar en la piel del tulipán; que en los ojos se me cuelguen las boletas de empeño ladrando la pérdida anunciada desde que tuve el primer roce con ella; las palabras hidrofóbicas huyendo de los gobiernos que, como arma genocida, usaron el beso de Judas y las manos de Caín; las metáforas, hipérboles y símiles epistemológicos como brasas en la frente para sancochar mi exigua inteligencia sociológica y poética; que en la lengua se me pegue como garrapata el sabor a coco de mi mujer y que tenga insomnio, tanto en el día como en la noche, para que se haga su sensual voluntad en la tierra como en la cama, y recorra con mi lengua sus nalgas insurreccionales, como si fuera el sol que acaricia a la flor celeste que, irreverente, nace en el muro del Norte.
Y entonces, escribiendo un libro de la sociología en los tiempos la reinvención del país, comprendo que no dejaré de desear que lo incorrecto sea correcto en la utopía cotidiana, que es quien es cuando me siento a escribir singularidades sociológicas que, como gatita huérfana, lamen la piel del pueblo para dibujar la cartografía perfecta de su cuerpo de leves nostalgias y drásticas memorias en busca de editor.
Sé la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, y el diccionario popular de mis deseos me inunda con sus gerundios fornicarios como gramática válida de la reinvención nacional. Eso lo sé, y sé también que hace falta la lluvia huracanada de febrero para que mi cuerpo comprenda la sabiduría de la leña que arde en el polletón de la abuela; sé que no hace falta el plato en el comedor del pordiosero; sé que hace falta el adictivo aroma del pan recién horneado que se parece tanto al aroma en brama del cuerpo que nos hizo conocer otra vida, hace ya tantos años, y que roza su mano de sándalo por la cartografía del otoño que se apaga cuando ser utopista es ser realista por imposición de lo correcto.
Pero la utopía que sobrevive entre lo correcto e incorrecto es como el mar-cielo que va y viene de mis manos; es cercana y lejana como un ojo del otro y, de este debate entre lo correcto e incorrecto la conclusión inexorable será la nostalgia, propia y ajena, de quienes no tienen más doctrina que el texto de los ojos de sus hijos. Ser un demonio de lo correcto, o un ángel de lo incorrecto, me sigue signando hasta el punto en que sueño que la sociedad cambia de buena gana y sin sentimiento de culpa.
Yo siempre he sido un escribiente intimista muy dado a escarbar en la memoria afectiva en la que los poemas de amor no pagan hipoteca, ni andan en carro del año; siempre he sabido que relatar utopías no lleva a ningún lado si no escribo con hechos concretos; que las llamas de los recuerdos de la corrupción son el humo que denuncia incendios; que el tiempo es un magistrado sobornable cuando carecemos del reloj de las transformaciones; que la revolución social no empieza por comprar la ropa en el centro comercial de lujo; que un cuarto de mesón queda lejos del Olimpo de los ranchos del lujo mal habido; que vale más una buena historia que un buen currículum; que las mujeres malas van al cielo si tienen un santo que las recomiende porque las mira bien buenas; que la vida es un negocio que exige capital semilla cuando lo público es peor que lo privado; que la justicia es un cuervo, hecho y derecho, si no reinventamos el país; que la juventud es efímera y es mejor venderse a tiempo si el neoliberalismo vuelve a los maletines negros; que estoy en lo correcto si soy un loco totalmente cuerdo.
Entre lo correcto y lo incorrecto de la utopía pernocta cuando: el último golpe resuena en el paisaje celeste de febrero como razón política del orgasmo colectivo; no predice el hambre en un verso de Roque ni se pasea sin calzón por una calle transitada llena de ventanas con ojos abiertos. Todo eso lo sé y, sin embargo, sigo reviviendo la utopía en lo incorrecto de la ingenuidad quijotesca que ninguna sociología perdona… pero eso no me quita el sueño.