Por René Martínez Pineda.
Para comprender la larga historia de El Salvador -de 1821 a 2023- parto de una premisa sociológica que es, además, la premisa fundacional de los signos, resultados y nuevos rumbos de la cuestión política actual: la existencia de dos guerras paralelas, una de ellas más de carácter cultural que político-militar, y que es la que le da sustento material a la ideología como forma de ver, interiorizar, comprender y transformar el mundo. Es la cultura -pregonera y promotora vitalicia de la civilización, tangible e intangible- la que le saca el mínimo común múltiplo a la historia y, con ello, nos hace hablar en primera persona del singular y del plural, simultáneamente, cuando la estamos contando, da igual si lo hacemos en términos académicos, literarios o coloquiales porque, al final, lo que importa es cómo impacta dicha historia en el imaginario popular y en el análisis de las historias frustradas, las cuales no han sido descubiertas porque la mayoría de los historiadores tienen sangre reaccionaria.
Siendo así, no es extraño que inicie el escrito de esta forma, al estilo de una novela histórica inconclusa -que desafía el absurdo de las normas APA- en la que mezclo lo individual con lo colectivo y lo objetivo con lo subjetivo: Al principio fuimos muchos los desahuciados en un país dominado por los pocos y para los pocos; fuimos muchos en 1833, en 1932, y en 1944, y fuimos muchos más en los años 70 y 80, pero, poco a poco, los que se ocultaron detrás de nosotros, detrás de nuestra sangre con escasos glóbulos rojos, nos fueron viendo de menos, y entonces fuimos menos, o fui ninguno, en las páginas de la utopía social que quedó vetada en la Constitución de 1983 por ser una esquinera sospechosa y por tratar de legitimar el turno del ofendido. Después, volvimos a ser muchos y más muchos porque, en silencio y a solas, decidimos transformar en motivación social e indignación -en nuestros cuerpos-sentimientos- la desilusión y el desencanto acumulado en tres décadas de robos, fraudes y asesinatos impunes. Este último fue, en el contexto histórico general, un acto más cultural que político, en tanto sería el inicio de una nueva lógica societal.
Y, de la noche a la mañana, fuimos unos miles y miles; luego, unos cientos de miles; luego, un millón y un mucho más, y, mañana, esperamos ser, si la directriz de la motivación social se mantiene, cinco millones cargando la pala y la piocha y los ladrillos y la pintura con la que vamos a reinventar y hermosear al país, porque tal motivación es geométrica cuando está autografiada por el poder cultural que, por las noches, lee libros hermosos que no entiende, aunque los haya escrito, debido a que la comprensión y el actuar de la cultura, en su versión política, va más allá de sí misma cuando se está -perifraseando a Gramsci- en los tiempos en los que la vieja sociedad se está muriendo y la nueva tarda en aparecer.
Y es que la cultura política es el comportamiento individual y colectivo de las personas -en tanto ciudadanos- bajo la forma de orientaciones político-prácticas y actitudes de ruptura -o de compostura- de un sistema político dado, orientaciones y actitudes que, si se trata de un caso de ruptura, responden a un acto de radicalidad democrática para resolver los problemas urgentes de la población, acto que se genera en el imaginario popular; o es -en el caso de compostura, que es en el que se encuentra la oposición- el sentimiento reaccionario por volver a la situación pasada que gestaba beneficios ilícitos, y esa era una norma institucionalizada aceptada por la lógica cultural.
Cuadro 1
Rebeliones sociales en El Salvador: 1833 a 2019

Rompiendo, culturalmente, la lógica del conformismo y reinventando la de la ruptura, los nuevos líderes modernistas -que no son muchos- nos hicieron entrar en el siglo XXI, y esos líderes pueden estar alineados, ideológicamente, con la conocida derecha -con nuevo ropaje y aliada a su viejo enemigo-, con la izquierda originaria o, como intermedio, con los grupos progresistas que impulsan la que Lenin llamó Revolución Democrática Burguesa. Dentro de esos líderes, a la sociología salvadoreña le interesa estudiar a Nayib Bukele, debido a que se ha constituido en una singularidad sociológica que se ubica en el último caso de afiliación ideológica. Algunos sociólogos llaman ese proceso de ruptura política como “progresismo”. En nuestro caso, considerando las condiciones heredadas, la profundidad de las transformaciones realizadas, y el tiempo en que éstas se han impulsado, yo llamo a ese proceso como “reinvencionismo”, porque lo que predomina en Nayib es una visión de la política basada en el poder cultural como radicalidad democrática y como particularidad política desde lo público sobre la amplia base de un liderazgo que, sin protocolo y por el hecho de tener un apoyo inédito, ha sido capaz de fundir (planteándole un reto a la teoría sociológica) el concepto de proletariado en el de ciudadano, y ha tenido la osadía de reinventar la revolución social, reinventando el de utopía, al demostrar que ésta no está hecha de palabras, sino de acciones socioculturales.