jueves, 5 septiembre 2024
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Escrito en una servilleta: El péndulo del tiempo

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"Es curioso ver cómo inicia y termina la vida en los ritos del imaginario que son un simulacro del romance del péndulo del tiempo": René Martínez.

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Por René Martínez Pineda.

Sé que hoy, mañana, dentro de un mes… o la vida que me resta, me acordaré de la confidente y trizada pared del hotelito de Guadalajara en la que las grietas del ladrillo eran una gata blanca, un largo número sin dígitos, una pupusa caliente, un unicornio azul como coartada de la metáfora, o unos dedos como potro galopando sobre mi pecho huérfano de camisa. Es curioso ver cómo inicia y termina la vida en los ritos del imaginario que son un simulacro del romance del péndulo del tiempo. En el soplo revelador de la cultura -migrante indocumentada- la variable recurrente es el asombroso descubrimiento de mí mismo, y eso me lleva –cargado de frutos maduros y mundos ocultos- a la lapidaria conclusión, cual toma de conciencia, de que la soledad es una regularidad biográfica en la que los olvidos se llenan de recuerdos.

¿Qué soy, dónde estoy parado y cómo ejecuto eso que quiero ser? La nostalgia es el momento en el que tomo conciencia de mi ser en trance de crecimiento. Las pérdidas sufridas me empujan a una fase reflexiva que conduce, necesariamente, a la auto-contemplación de lo dado y dándose, de la misma forma en que contemplo la pared para juntar en sus fisuras, que hablan distintos idiomas, el pasado con el presente.

Sé que hoy, mañana, dentro de un año… o la vida que me divide, me acordaré del murmullo estrafalario y discriminatorio del subterráneo de Santiago de Chile en el que viajé sentado en el vagón de la melancolía; me acordaré de la roja calidez de un beso fiado en la solitaria habitación de un hotel de la Habana, de su prodigiosa y dulce marejada de alquiler, de su irrevocable necedad de repetir dolores en el pecho para sentirme vivo. Pero sentirme solo no es sentirme menos, es sentirme diferente en ese rito en el que siempre estoy lejos: lejos del mundo, de los otros, de mí mismo, de la inventada constelación Anisóptera o de la mano de acuarela que me dejó partir. Con ello gano la capacidad de usar el silencio de la poesía drástica como un arma de defensa, de la misma forma en que, cotidianamente, uso máscaras para proteger mi intimidad e identidad sin que sean cardinales las ajenas –que invado-, y así el círculo de la soledad se convierte en un laberinto perfecto que me saca de los treinta años que estuvimos en peligro.

Sé que hoy, mañana, dentro de un quinquenio… o toda la vida que me suma, la paradoja del abuelo se repetirá como remolino oceánico jalando ojos a su centro, tan fascinante como Montevideo a la hora de los teatros; imágenes tibias me restituirán con el simulacro de un beso rezagado que, en la fogosa densidad de un aeropuerto ultramarino, me hará encender un cigarro tras otro hasta que me saquen a patadas; se replicará como presagio fallido y como ventana a la que me asomaré para buscar, con ojos de tormenta: mi cuerpo navegando en la ribera ajena; las caricias más pequeñas dichas con los pies será mi bitácora; las ojeras escolásticas de tanto estudiar, serán mi tedio; el inevitable ritual de ver pasar la utopía bajo mi rostro será el destino migratorio que brilla como Paris a las once de la noche. Y es que, en un acto de fe ecuménica, derrocho lo que tengo a la mano con la ilusión de que el derroche, por sí mismo, cautive a la abundancia -eso dicen los ricos- y si no la conquista por lo menos finge hacerlo.

Sé que hoy, mañana, dentro de una década… o toda la vida que me multiplica, visitaré de incógnito los bares taciturnos y las calles bohemias del Buenos Aires de la Avenida Corrientes, y recordaré que, por destino lírico, sólo intercambié un par de miradas con la paradoja que me ofrecía rejuvenecer mis hormonas antes de que yo, el loco tira-palabras que no impactan en nadie, empezara a desear una cartografía de lunares arrinconada contra cuatro paredes sin puerta de escape. A esas alturas, lo importante es que, en el jubileo de la memoria, todo pasa como si fuera cierto, tal como en los sueños, y así no importa lo que no se vivió, sino lo que se recuerda que se pudo haber vivido, y con ello me burlo de las historias frustradas, de las pervertidoras de la historia y de mí mismo. La gente se burla de: los religiosos célibes, pero respeta a la que se convierte en “la puta del cura”, de la misma forma en que respetó a los corruptos; al ejército y sus masacres de ayer; y, en el límite de la agonía, al guanaco y su no-identidad.

Y es que el guanaco no quería o no tenía valor de ser salvadoreño. Demasiados espectros lo calcinaban: la maldición del ladino; la expropiación de tierras y de las pensiones; la independencia sin soberanía; la masacre de 1932; la guerra civil traicionada y, además, cuando las palabras no hacen magia: el abandono definitivo de la paradoja que nos enamoraba. Yo tengo mi forma de exorcizar a los demonios que les temo. Un grito contundente es suficiente para afirmarme ante lo ajeno, ante los otros: ¡Viva El Salvador y la virgen de Guadalupe, hijos de puta! Pero ¿quiénes son los destinatarios de mi grito de combate?

Sé que hoy, mañana, dentro de medio siglo… o toda la vida algebraica, visitaré de noche los palacios medievales del añorado Berlín Oriental y me emborracharé con los recuerdos que me fueron expropiados de tajo. Ilustrado por el cangrejo, yo sabré reciclar la pérdida en el cuaderno donde anoté las metáforas que, al ser decodificadas por un intruso, denunciarán biografías paralelas que siempre fueron respetuosas de la geometría. Veo a la utopía cabizbaja y pienso que piensa en mí, y entonces me refugio en los cigarros de la espera para creer que todo vuelve a la anormal normalidad de las grietas en la pared de un hotel de Tijuana: una gata, un largo número sin dígitos, un unicornio azul como coartada, unos dedos pedestres como potros galopando en mi pecho… un péndulo del tiempo que sólo sabe decir que sí para que la soledad me lleve, inexorablemente, a la conciencia del pecado de la transformación con romanticismo.

Sé que hoy, mañana, dentro de un siglo… o dentro de un milenio, me perderé en el calor de San Salvador para recuperar el sagrado don de remontar las pérdidas usando los remos de la elección de la buena fatalidad de descubrir lo secreto en mí mismo cuando el péndulo del tiempo me increpe o me absuelva.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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