jueves, 3 julio 2025
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Escrito en una servilleta: El minuto más largo de la historia (2)

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Escrito en una servilleta: El minuto más largo de la historia (2).

Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1

Con un espasmo testicular, el bus arranca sin avisar. Como si se tratara de pulgas, se sacude a los pasajeros y, con suspiros gangosos y agitados, se interna en el laberinto de las calles que aún viven en el siglo XX. Tiene la misión de recorrerlas todas, por eso le dicen: “la circunvalación”. Abriéndose paso entre lo que pasa afuera de la caja de metal, llega a la siguiente parada, y el motor brama como animal herido cuando hunde sus garras de caucho en el asfalto. Nadie baja, porque el peligro se asoma a las ventanillas simulando ser vendedora de carne de chucho. Suben quince hombres, con la cabeza agachada, y piensa que, como él, son prófugos del dolor. Es evidente que ya no cabe más gente, pero el bus infla la panza para darle espacio a los que no han subido.

Él, está pensando en todo y en nada, al menos eso dicen sus ojos perdidos en el vacío. Apoya la frente en el vidrio de la ventanilla, y el ruido sólido anuncia que se va quebrar cada vez que pisa un bache. La ciudad se va poniendo roja en cada vuelta de llanta, y el centro histórico, que tiene a las espaldas, se difumina y calla. Las tienditas y los puestos donde, desde las cuatro de la madrugada, venden pan francés, en diminutos pedazos, se abrazan con fuerza y resignación tributaria al ver acercarse a los colectores de “la renta” que, como si estuvieran en un desfile de modas, en Paris, se pasean a sus anchas por las aceras. El ladrido de los perros callejeros que, con la lengua a media asta, mendigan un poco de ternura, lo sacan de su meditación. La mujer madura que está sentada a la par suya, suspira profundo y abre la cartera -hace a un lado la bolsa de papel que resguarda, con ferocidad, un pan con frijoles molidos y huevo picado- y saca un viejo pintalabios -un Revlon, rojo venéreo- y se dibuja una sonrisa en los labios. Se pinta con furia. Sí, con furia, para revivir los besos dados hace ya tantos años, y porque no es fácil borrar la tristeza con un solo trazo. Vuelve a pasar el pintalabios, con maestría de prestidigitadora, para cubrir las grietas ilesas… y cierra los ojos.

El motorista avisa, con una voz gruesa y tenebrosa que mana de su abdomen de cuche de granja, que la próxima es la última parada, que ya llegaron a la terminal de buses. Se detiene, de golpe, con una última exhalación; abre las dos puertas y, con una flatulencia, empieza a exhalar a las personas, las que, al nomás poner un pie en tierra, corren despavoridas hacia su refugio con promesa de venta, como si las persiguiera la peste negra. Él, cuyo nombre no sé, y que no puedo intuir, debido a que su cara tiene las arrugas del anonimato, se queda sentado viendo cómo la soledad va ocupando los asientos. Aún tiene la cabeza recostada en la ventanilla. Se aferra a la computadora que lleva sobre las piernas y, aprovechando que ya no hay nadie, saca un cigarro del bolsillo de la camisa, lo enciende al tercer intento y, con el humo, empieza a hacer corazones rotos.

Desde que abordó el bus, el tiempo no se ha detenido, ese es un hecho físico. En el trote de los segundos, los recuerdos de su hija se han convertido en puñales filosos, ese es un hecho del imaginario. Justo ahora, pronuncia las primeras palabras desde que subió al bus: ¿dónde estás, hija? La garganta se le destroza como si acabara de tragar vidrios molidos.

Entonces mira el reloj, un Seiko Dolce, de cuarzo y platino, que ha convertido en su capataz del tiempo. Son las 7:13, y el bus no se ha movido desde que se sentó. Ya voy; estoy esperando que se suba otro pasajero para no hacer el recorrido sólo con usted, le dijo, el motorista, viéndolo desde el retrovisor. Haciendo cuentas con los dedos, concluye que faltan mil cuatrocientos noventa y cuatro días para que sea febrero, y sea 2019. Por instinto, o impotencia, junta las manos y empieza a rezar. Le está pidiendo a Dios que los próximos minutos no sean tan largos como el que acaba de pasar.

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René Martínez Pineda
René Martínez Pineda
Sociólogo y escritor salvadoreño. Máster en Educación Universitaria

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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