Por René Martínez Pineda.
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De niño, hechizado por las películas de terror, en blanco y negro, que por la noche miraba con mi abuela, soñaba con vivir en un hotel lujoso, antiguo, vocinglero y misterioso, uno de esos hoteles embrujados que, con disimulo, custodian calles enigmáticas llenas de personajes indecibles. Jugando con el tiempo-espacio, soñaba que recorría, a media noche, los pasillos de hoteles tenebrosos, salpicados de ruidos extraños de gente muerta; que me asomaba, cauteloso, a las puertas de madera, olorosa a maple, que crujían lamentos espectrales, lascivos y opacos; que compartía historias convexas con un fantasma bonachón que no se perdía, nunca, la hora del mate con alfajores; que vagaba por las escaleras que crepitaban de nostalgia, o que entraba en un ascensor telúrico que lleva a la dimensión desconocida, a otro tiempo, a otro lugar, digamos al Café Brasilero, donde Galeano -inspirado por la musa inesperada- garabateaba escritos brillantes, al compás del café con amaretto y dulce de leche, mientras hilvanaba temas con “Pepe”, el austero y entrañable presidente de la justicia social.
Siempre quise vivir en un hotel embrujado: desde que tenía diez años, desde que tenía veinte, cuando tengo sesenta y tres, desde cuando tenía seis kilómetros de vida. Acabo de aterrizar en Montevideo y, como todo buen turista, le pido al taxista que me lleve al hotel que encarne mejor el carácter de la ciudad. Ya sé cuál, me dijo, en un tono tan macabro como amable.
Como si viniera en un carruaje halado por mulas ciegas, recorrí las solitarias calles de la Ciudad Vieja, hasta llegar a la nebulosa entrada del Hotel Balmoral. Eran las cinco de la mañana. Las luces de los faroles, que cual gendarmes decimononos lo custodian, sin moverse ni un milímetro, parpadeaban y bostezaban, con descaro, para espantarse el frío. Son luces fuertes y amarillas, pero, desde la calle, las vi como un destello que se mezclaba con el azul de su rótulo. Estoy seguro de que todos, más de una vez, hemos sentido que estamos en un lugar embrujado y sin salida, y queremos salir huyendo, pero sentimos que corremos sobre una calle de lodo resbaladizo, sentimos que no avanzamos y que nos alcanzan para matarnos, pero no sabemos por qué. No lo sabemos, sólo huimos. Contra esa pizca de locura no hay buenos psiquiatras, ni píldoras infalibles, ni penicilina milagrosa, porque quienes vivimos eso, somos prófugos anormales. Nadie que habite, o crea habitar, en un hotel embrujado, puede ser normal.
Pero yo siempre soñé con vivir en un hotel embrujado como el Balmoral, e ir a beber café, al Brasilero, para toparme con Galeano, o Benedetti, y deshacer con metáforas el pecado original de las dictaduras latinoamericanas. En el Brasilero, el café sabe diferente, por los libros, las fotos, los poemas, los anuncios viejos, los edificios y plazas de tiempos corajudos, las paredes autografiadas y por la ventana que refleja siluetas únicas. El encargado de la recepción, un joven con aspecto de enterrador, por su carencia de gestos, tomó, como con pinzas, mis datos de viajero, y extendió la mano: son seiscientos treinta dólares, o dieciocho mil novecientos pesos uruguayos, usted escoge, me dijo, con el rostro ceremonioso.
Al nomás registrarme, pasé a la habitación asignada, la 704, y desde su ventana, haciendo a un lado el hielo de la mañana, me comí los balcones vecinos, reproduje la cuadrícula de la plaza Cagancha, y sus luchas de antaño contra los invasores. Una mirada y, como por embrujo, la sensación de fuga desapareció, aunque no así el rumor de los fantasmas del hotel que vaticinan golpes de Estado blandos y asesinatos políticos duros. Extendiendo la mano para recibir el diezmo, el botones me dijo, repasando con los ojos la habitación, aquí estuvo hospedada la reina Ermintrude, de Badajoz, quien, huyendo de un demonio lascivo, vino a encerrarse, durante treinta años, y en todos esos años no envejeció, porque en esta habitación, el tiempo se detiene al nomás colgar el letrero de “no molestar” y poner el cerrojo.
Me paré frente al ventana, y tuve la sensación de que hacía míos los secretos íntimos de los otros, tanto en Montevideo como en San Salvador, o Buenos Aires. La gente de los balcones vecinos, convocada por los primeros rayos de sol, salía a tender la ropa interior mancillada por pecados capitales, a ocultar amoríos tremendos, a señalar el lugar del disparo tremendo, a espantar el frío con una dosis de mate con sol. Y entonces empecé a memorizar el rostro de Juan María Bordaberry, tratando de recomponer su historia en el hilo de humo dibujado por los cigarros Fiesta. Y es que, un hotel embrujado es como una casa ajena donde somos recibidos como si fuéramos parientes cercanos. Bienvenido, señor, que todo salga bien. Por supuesto que hay hoteles de esos que tienen fantasmas y mucamas de más de cien años, y eso es inoportuno cuando se quiere cometer un asesinato, o descansar sin contratiempos. Claro que siempre queda el recurso de tirarles piedras, ahuyentarlos con una escoba detrás de la puerta, o asustarlos con cruces bendecidas en la catedral, y borrar la sensación de fuga. Pero a mí me gustan los fantasmas, incluso los inoportunos y chambrosos que miran todo lo que hago, y salen con el pito y el tambor a delatarme: Es un Tupamaro. Es la Operación Bálsamo, gritan, como locos.
Un hotel embrujado le da otra connotación a la nostalgia y, entonces, es el lugar más propicio y cálido, si los fantasmas tienen cara de fantasmas, o es el lugar más temible y frio, si los fantasmas carecen de rostro. A mí me gusta estar en un hotel con fantasmas con cara de fantasmas, porque es un recordatorio de que salí vivo del lugar donde miles salieron muertos. Me gustan los perros callejeros, porque tienen una idea exacta de la lealtad, y nunca muerden la mano del que les da de comer, ni ponen cara de “yo no fui”. Con los fantasmas de los hoteles embrujados es igual, puedo sentirme perfectamente parte del cielo, o viajar en avión, Clase Económica, sin temor a que se estrelle en la cordillera de los Andes, o hacer un disparo certero al pasado. Desempaqué, con cuidado, y de nuevo me dirigí a la terraza de la habitación, convocado por el bullicio de la gente que caminaba por la plaza.
La 704, es una habitación hermosa y sobria, pero tenía el inconveniente de que sólo era alquilada por una semana. La presencia de Armando y Noé, hospedados en la habitación contigua, no dejó que me sintiera extranjero, ni invasor de la historia de la reina Ermintrude, porque eran la territorialidad que llevaba conmigo para cumplir la Operación Bálsamo con décadas de retraso; pero, por ratos, sentía la nostalgia mordiéndome el cuello. Era el miedo. El problema sería la fuga después del disparo. Para escapar de alguien distinto a un fantasma es necesario hacerlo solo.