Por René Martínez Pineda.
X: @ReneMartinezPi1
La finca “Los Muertos” –abandonada, hace cien años, debido a la crisis mundial del café y, según dicen en el pueblo, al alboroto que, por la noche, armaban los fantasmas de sus dueños originarios- es custodiada por un insalvable y mohoso cerco de púas, el que se espesa con todo tipo de hierbas irritantes y arbustos cargados de culebras ponzoñosas, arañas peludas, y espinas calientes que impiden llegar, ileso, hasta su lúgubre casco. Pero, la urgencia era tal, que ella se atrevió a romper el cerco con las manos, para impedir que, don Jelipe, su esposo de toda la vida, muriera en la intemperie por el efecto del veneno del camaleón que le mordió -fue apenas un beso, Jelipe- el talón izquierdo, justo cuando salían de “la cueva de Chepe loco” que, casi al entrar la noche y sin un guía autorizado, decidieron ir a conocer al nomás salir de la misa de las cinco. Sería un viaje de no más de una hora, ida y vuelta, pero no sintieron el paso del tiempo y salieron de la cueva a las nueve. La oscuridad reinaba en el lugar, provocando que las veredas que los llevaron hasta la cueva desaparecieran bajo sus pies, haciendo más difícil el traslado de él. Fue entonces que sintieron la angustia propia de quienes se pierden en las fauces de una dimensión desconocida.
A tientas, caminaron unos diez minutos hacia el corazón de la finca, tratando de llegar a una luz tenue que parpadeaba a los lejos, la que, según ellos, los llamaba. Debe ser el casco de la finca, ya casi llegamos, dijo, ella, para tranquilizarlo. La casa grande de la finca es, vista desde las sombras, una de esas edificaciones de madera, adobe veteado de rubíes, tejas de barro, y vitrales góticos, en las que, para no perder la costumbre, se juntan la melancolía rural y el obsceno lujo oligárquico que, por siglos, han mantenido un paradójico concubinato en el campo.
El espantoso estado de las paredes, techos, muebles, fotografías, vajillas y patios, indica que la finca fue abandonada a toda prisa, y era evidente, también, que nadie había puesto un pie en ella, no tanto por respeto a la propiedad privada, sino a que se corrió el rumor de que el fantasma, del General Martínez, deambula por el lugar con un fusil semiautomático -M1 Garand- en la mano derecha y, como parte de la guerra psicológica para infundir temor y asco, lo hace con los huevos al aire y con una cerveza, Polar, en la mano izquierda. Ya adentro, se acomodaron lo mejor que pudieron en el dormitorio, el que está ubicado en el costado sur de la sala principal, la que despotrica todo el lujo que se puede comprar con el sudor de los campesinos que, en los buenos tiempos, eran hervidos en café de exportación.
Los meticulosos atavíos de la casa son arcaicos, aunque elegantes, y el aire interior es denso, casi irrespirable. Calendarios viejos cuelgan, de una mano, en las gruesas paredes que, sordomudas, sostienen oxidados aperos de trabajo rudo, así como una miríada de imágenes de vírgenes tristes y santos milagrosos empotrados en las cicatrices del adobe. Los santos y vírgenes, que parecen empalados en las paredes, avivaron el instinto religioso que, pensaron, podría hacer recular al delirio febril que empezaba a sufrir a causa del veneno, un delirio que lo hacía saltar en el trampolín del tiempo en busca de otro cuerpo, un cuerpo del presente que pertenece al pasado, o viceversa. Se sintió un títere en ese ir y venir de un cuerpo a otro, debido a que, en esa condición tan lamentable, el veneno del beso -¿o fue una mordida?- rompía su cordura y las leyes del tiempo-espacio.
Cierra la ventana, por favor, le pidió, a su mujer, Flor de la Misericordia, en espera de que, al hacerlo, desapareciera el hielo seco de la noche que hacía más hirientes, y tangibles, las llagas que le dejó el eclipse total de sol, del 11 de julio de 1991, que anunciaba el inicio del fin del mundo. Al menos eso dijo, su abuela, mientras le encendía una candela a la Virgen María de la Santa Luz, que es la encargada de brindar protección notarial gratuita y ayuda divina, en cómodas cuotas, en medio de las urgencias más grandes, y el fin del mundo cabía en esa definición, sin duda alguna.
Como pudo, se acomodó en la cama, alborotando un avispero de cucas y ratas que anidaban bajo el forro, pero el dolor era tan fuerte, y tan necio, que no tuvo problema en compartir el espacio con ellas. Cuando su esposa lo vio tiritando, encendió las velas de un candelabro de bronce, de cuatro brazos, puesto en la mesita de noche al lado de la cama, apenas cubierta con un forro de terciopelo rojo que, impune, se jactaba de unas manchas café de origen desconocido. Más que rendirse al sueño que acompaña a la debilidad, él quería repasar desde la almohada, en estricto orden jerárquico, los santos y vírgenes de las paredes, siguiendo el manual que encontró bajo la almohada, y que contenía la descripción de sus poderes y milagros.
Leyó, como pudo, todas las páginas, al revés y al derecho, buscando el milagro que acabara con el veneno. Las horas caminaron de puntillas -entre los quejidos de la madera envejecida, y el chirrido de los huevos del fantasma del General Martínez- hasta arribar a lo más negro de la noche. Las cuatro lenguas de fuego del candelabro le quemaban los ojos, pero, para no perturbar a su esposa, estiró con dificultad el brazo y lo alejó lo más que pudo, hasta que su luz cayó directamente sobre la pared, descubriendo en sus intersticios un universo alterno. El cambio de posición propició una situación inesperada. Las lenguas de luz del candelabro iluminaron un punto que el armario -un Thomas Chippendale, de 1760- había ocultado con su sombra. Sin saber si era cierto, o era un delirio, vio una pintura al óleo que parecía fuera de este mundo. Era el retrato de una mujer que acaba de entrar a la madurez, y de cuyo cuello cuelga una cadena de oro con dos pétalos de jade.