Por René Martínez Pineda.
El Salvador, año en el que los cambios buscan casa propia para resguardarse de la oposición que, perversa, sueña con que el pasado vuelva a arrastrar las cadenas por el país. La Llorona, desconsolada, deambula por la noche en busca de los hijos que se ahogaron en la correntada.
El trasfondo del cuadro al óleo -eso parece la foto: un cuadro trágico de pasión y muerte- es negro, sólo la luz del flash de la cámara del periodista rompe la oscuridad, con el propósito de mostrarnos, en toda su agonía, la cara del dolor cierto ante el adiós definitivo, lapidario, cruel. No se mira ningún rastro de que en el lugar –custodiado, a la izquierda de quien mira la imagen, por unas llantas viejas que hacen las veces de guardián de los deslaves, junto a unas matas de guineo que, heroicas, cumplen la función de jardines colgantes de Babilonia- haya servicio de energía eléctrica, lo cual explica lo de la densa oscuridad y nos lleva a la conclusión, inequívoca, de que es un lugar pobre que no ha sido visitado el señor Thomas Alva Edison.
En la imagen aparecen doce hombres, dos mujeres y cinco perros desconsolados; dos de ellos -de los hombres hablo- tienen una rara expresión en su rostro, producto de la mezcla del dolor con la impotencia; dos niños, llevados en brazos por las mujeres, parece que están dormidos, como si acabasen de conciliar el sueño oyendo su cuento favorito, ese que habla de hadas madrinas, palacios imbatibles principitos y árboles cargados de dulces, chocolates y pelotas de fútbol. Pero… no duermen.
En el centro de la oscuridad, dos de los hombres, vestidos, según se ve desde aquí, de uniforme anaranjado, tratan de abrirse paso entre el lodo. Llevan puesto un casco amarillo y unos guantes negros y, enredadas en el cuello, unas tripas negras que bien podrían ser un estetoscopio, pero eso no lo sabremos, porque dichas están tapadas con el cuerpecito de los niños que no pudieron evadir el deslave, lo que evidencia que estamos en un país que fue empobrecido por los corruptos de antaño que, taimados, reencarnaron en algunos.
La expresión sombría de sus rostros es de culpa; sí, de culpa, por haber llegado tarde; tarde, aunque sólo hubiesen demorado unos minutos. Las mujeres llevan a los niños en sus brazos, y parece como si se dispusieran a acostarlos en sus camitas, tratando de hacer el menor ruido posible para no despertarlos –sshhh-, para no ahuyentar sus sueños con héroes invencibles que disparan rayos láser de chocolate. Los niños, recostados en el hombro derecho de las mujeres, están vestido humildemente, con ropas viejas, decoloradas y desgarradas, compradas, a dólar la puñada, en el almacén del pastor, lo cual es otro indicio de que en ese lugar impera la miseria, pues sabemos que ésta gusta vestir esos atuendos, ignorantes –hablo de los atuendos- del progreso económico que nunca llega, porque la correntada se lleva todas las oportunidades en el invierno. Si el que mira el cuadro pone atención, verá que los niños están descalzos, verán en sus pies las mordeduras de las piedras que pesan más que el salario mínimo.
A la derecha de los uniformados, se asoma una tercera mujer en estado agónico, que acaricia con amor inenarrable la cabeza de los niños, como si intentara despertarlos con esa suavidad que sólo es posible ante los nietos. En su rostro se dibuja una mueca de dolor indescriptible, y las lágrimas, que no es posible distinguir desde aquí, bañan sus mejillas, pálidas y óseas, y se detienen en los surcos que se han petrificado en su boca reseca que gime inconsolable. Un hombre mayor, quien de seguro es el padre de los niños que parecen dormidos, lleva puesta una camisa vieja, huérfana de botones, color azul, y sus manos callosas nos confiesan que se dedica a una labor manual mal pagada, ya que, de no ser así, viviría en otro lugar. Tiene la mirada fija, como si intentase romper la oscuridad para contemplar el cielo, como si quisiera descifrar el porqué de tanto castigo; pero no está intentando ver al cielo, está contemplando el protocolo de los entierros, ese que se deja en manos ajenas, porque las propias sucumben al temblor del corazón que es estrujado por una mano invisible.
A la izquierda del uniformado, frente al padre del niño, un joven sostiene con ternura solidaria los pies de los niños. Parece como si estuviera calentándoselos, en un intento desesperado por mitigar el frío de la madrugada, de la tormenta, de la muerte que se cuela entre las goteras inmensas del techo arrasado. El joven, también, tiene en su rostro una expresión de tristeza, eso indica el ángulo de su boca y en el gesto de compasión de su mirada fija en los pies, aún fríos, de los niños que parecen dormidos. Atrás de la madre se ve un anciano que lleva puesta una anchísima camisa –vieja y morada; morada y rota; rota y sucia- y que está sujetándola de los hombros, como intentando detenerla o, quizá, está apoyándose en ella para no caer de rodillas. La mirada del anciano es de horror, como si acabase de ver el espanto más aterrador del infierno; sus ojos se desorbitan ante la imagen de los niños que parecen dormidos. Su rostro pálido, desfallecido, enjuto y carcomido por el sol de muchos años, nos relata que jamás ha disfrutado de tres tiempos de comida en un solo día. Se nota que su enfermedad crónica es, también, la pobreza.
En un plano intermedio del cuadro, otro hombre pobre, según logramos descifrar en las cicatrices de su pantalón, se limita a mirar hacia el suelo, como intentando eludir la silueta de los niños que parecen dormidos. Su mirada hacia el suelo que acababa de sucumbir es de vergüenza, pues sólo la vergüenza ante el dolor ajeno nos hace ver de esa manera. En el plano trasero del cuadro -ya no le digo foto-, escondido en la oscurana, está otro hombre arrodillado -cuya procedencia es imposible adivinar desde aquí-, con las manos alzadas hacia el cielo. La posición de las manos, abiertas y unidas sobre la cabeza, indica que están esperando que, desde lo alto, alguien les ponga las esposas por no haber hecho nada en los treinta años anteriores.
Sólo tienen una expresión inmutable en el cuadro al óleo -la sangre es el óleo de los penitentes- las viejas ropas, remojadas con hiel, que están colgadas del tendedero, en medio de las cuales sobresalen unas ropas pequeñas y rotas, las que de seguro pertenecen a los niños que parecen dormidos. Ropas diminutas que ya nadie usará. Cuadro que nos lanza toda la angustia a los ojos; que nos muestra, por si lo hemos olvidado, el tamaño de la miseria, la textura áspera de la pobreza, el olor melancólico de las lágrimas. Cuadro que nos recuerda que únicamente nos corresponden los misterios dolorosos y las plegarias a la Virgen del Socorro.
Detrás del cuadro, la resignación empieza a preparar el funeral más doloroso que puede tener una familia: el de unos niños que parecen dormidos, porque verlos así es una forma de negar la muerte.