Por René Martínez Pineda.
Para el imaginario, o en él, las celebraciones más importantes de la cultura tienen un significado de renacimiento en medio de paradojas, fascinaciones y preguntas, pues son éstas las que perfuman lo que está por venir. De hecho, el país nació envuelto en una paradoja: para ser independiente era necesario esclavizar a la inmensa mayoría de su gente ¿Es una verdad indecorosa, o una mentira piadosa, que Dios se hizo hombre para que los hombres no se hicieran dioses? No creo que sea el momento de debatir esa paradoja teologal que a nadie le importa, nada más hay que decir, o nada más hay que creer, que lo subyugante, que lo que escarba nuestros cuerpos para desenterrar lo mejor que tenemos oculto, es creer que, por un día al menos, somos en verdad hijos de Dios, y eso es posible de creer debido a que lo subjetivo se objetiva al modificar nuestro comportamiento, al hacernos creer que, luego de purificarnos en los abrazos de los familiares y amigos, estamos preparados para empezar a caminar en el desierto que tenemos enfrente, porque eso es el año nuevo: un desierto de trescientos sesenta y cinco días de largo y cuarenta años de ancho.
Antes de la travesía, hacemos un balance de lo que hemos sido, a partir de lo que hacemos por cambiar lo que somos, y ese ritual nos lleva a ver el futuro como un río en el que, cansados por un viaje que se siente eterno, nos lavaremos los pies de la pobreza atesorada por siglos. Sin importar las circunstancias que heredamos, siempre hemos tenido la oportunidad de abismarnos en el futuro como en un espejo que nos permite descubrirnos y asombrarnos de nosotros mismos al ver que, sin dolor, soportamos las mordidas de las esquirlas de las luchas que no pudimos evadir, porque eso hubiera sido como evadir nuestras sombras, o negarnos a nosotros mismos. En el momento del descubrimiento, nos topamos con el embrujo inconmovible de la nostalgia que estamos obligados a construir, ladrillo a ladrillo, para esquivar las pesadillas del pasado. Y luego está la vida alternativa, la vida como promesa, la vida como un culto a la muerte natural que nos haga más sensato con nosotros y con los otros; y luego está el vuelo de las libélulas que, por instinto de sobrevivencia, imitan la luz pausada de las luciérnagas, porque saben que la paciencia es la mecedora en que descansa la utopía, y ese es un llamado a abrirnos para abrir en toda su extensión el presente.
Por su parte, el país también se descubrió a sí mismo en el espejo de la historia por escribir, y desde entonces los delirios de navidad, y las ilusiones de año nuevo, nos invitan a abrir el presente como paso previo para abrir el futuro, pues no hay otra alternativa, ni otra esperanza, que ser un cerrajero del tiempo, un abridor de puertas y laberintos. Si no nos concentramos en abrir el presente y en cerrar el pasado, no podremos cruzar al otro lado, no podremos anticipar lo que se viene encima, y terminaremos recluidos en el manicomio del miedo que se opone a todo, para que no suceda nada… y en ese manicomio está prohibido comerse doce uvas cuando el año nuevo da su primer respiro.
Este último día del año (no importa si festejamos haber sobrevivido al año viejo, o si celebramos la oportunidad de vivir el año nuevo), después de quitar del pesebre del imaginario las figuritas corrompidas de los que quieren que el pasado, vuelva a pasar cada día, debemos disponernos a ser migrantes en nuestra tierra, para que cada día sintamos que la descubrimos, como si fuera un continente tan inédito como fascinante, bendito y corajudo, igual de corajudo que la memoria que se espulgó todos los olvidos para bendecir la hermosa fatiga de construir un mejor país usando ojos de venado y semillas de paterna con limón y sal.
Este es el último día, o es el primero, nosotros decidimos, porque nosotros somos los que le damos cuerda al reloj de la historia. Los enemigos del pueblo quieren ametrallar el futuro desde las colinas del miedo sin códigos, ni cenizas de la lucha originaria del Quijote que nunca aceptó el diagnóstico de “desahuciado”.