Por René Martínez Pineda.
La guerra contra la corrupción tiene su premisa: la existencia de un sistema político patrimonialista (el Estado usado como botín y fuente de riqueza rápida), sumado a la proliferación deliberada de espacios (oportunidades) para la captación de ingresos indebidos, lo cual provocó que la corrupción -gendarme de la gobernabilidad desde 1855, año en el que unos funcionarios se robaron el dinero de la ayuda internacional a raíz del terremoto de 1854- se consolidara como nivelador social y virtud de la personalidad política en un mundo que lucía insondable hasta que, Nayib Bukele, iniciara la guerra para erradicarla, lo cual será una tarea de larga duración que afectará a todos los partidos. En estos años, la corrupción pasó, de “hacerse en secreto”, al cinismo exhibicionista de los bienes comprados que iban desde ranchos hasta implantes de senos más grandes que el cerebro del corrupto.
Al analizar la corrupción institucionalizada, la imagen que viene a la mente es la de los grandes capos de las estructuras corruptas (esas estructuras son el Caballo de Troya más peligroso) que generan grandes fortunas amasadas a través del saqueo de lo público. Institucionalizar la corrupción fue el aporte perverso de los partidos hoy en la oposición, los que se dedicaron a depurarla para no repetir los escándalos de 1922. Alfredo Cristiani, Francisco Flores, Mauricio Funes, Rodolfo Parker, Tony Saca, Sánchez Cerén, son los nombres más sonados de esta tragedia. Pero, atrás de los Cristianis y los Funes hay cientos -o miles- de “corruptitos” y de “beneficiarios invisibles”. Los sobresueldos, las plazas con salarios más grandes de lo debido, y las plazas fantasmas para favorecer a militantes, tenían -para terminar de joder- una parte de tributo para el político corrupto y, más que ser una forma de generar empleos, eran una forma de corrupción por reparto.
Haber heredado un país sumido en la corrupción (crimen de lesa humanidad, en mi opinión) le plantea retos al gobierno, para erradicarla, y a la sociología para aportar la teoría básica para comprender y eliminar la lógica a partir de la cual la corrupción se reproduce en el andamio social, decodificando los factores que la condicionan y proponiendo soluciones socioculturales (no sólo penales) que se conviertan en estrategias para resolver el problema e impedir que nuevos corruptos accedan a las redes instaladas por sus predecesores.
El abordaje de la corrupción ha estado mediado por la definición de sus tipos, los que pretenden dar cuenta de las formas, pero no han aportado para definirla en su talidad (corrupción política, administrativa, privada, pública, etc.), e incluso ha generado leyendas urbanas que la trivializan. La teoría proviene de las ciencias políticas y el derecho penal, pero siempre se ha quedado corta debido a la ausencia del análisis sociológico y, por tanto, no se logra superar la fragmentación de la realidad cayendo en una visión metafísica.
Esa fragmentación redunda en una ambigüedad conceptual cuyas implicaciones rebasan lo semántico y genealógico, y, de oficio, entran en un debate sociológico tan elemental como la afirmación de que “a los corruptos no les quedan bien los nombres”, porque se trata de un mal estructural en el que cambian las caras y los nombres, pero el ejecutor es el mismo: el régimen político corruptor que legaliza la “plusvalía política”. En ese sentido, la corrupción es una cuestión social que rebasa lo delictivo porque ha sido una práctica del poder político, y eso implica que debe abordarse como un hecho sociocultural que se produce-reproduce en la estructura social, por lo que la corrupción de un individuo sólo se comprende cuando éste se analiza como parte de un colectivo.
Las definiciones sobre corrupción tienden a reforzar su asociación con la violación de normas. Lo anterior encierra una contradicción, ya que no se puede manejar el término “acto corrupto” desde lo tipificado en la ley sin una definición de corrupción, la cual queda restringida desde la óptica penal a la enunciación de una figura delictiva y, por tanto, a los bienes jurídicos protegidos en cada tipo. Tener una definición de corrupción que perfeccione los aparatos sancionadores, supone la reconstrucción a partir del dato empírico: el delito como parte del concepto. El derecho penal se sitúa en el momento representativo del conocimiento del hecho y, a partir de ahí, crea una formulación operativa enmarcada en expresiones particulares, lo que lleva a abstracciones que no adecuan la acción coercitiva a las particularidades de la corrupción.
Una de las limitantes en el enfrentamiento de la corrupción es concebirla como un problema estrictamente jurídico, y no como problemática social. Lo anterior se traduce en que el indicador que prevalece para reconocer la corrupción es la detección del delito, de ahí que las redes corruptas pasan inadvertidas por los mecanismos de control que se concentran sólo en identificar tipologías delictivas y no en actuar sobre los factores que la propician e invisibilizan. La corrupción es un hecho sociológico que tiene expresiones jurídicas tipificadas como delitos, pero, en esencia, sus implicaciones rebasan lo jurídico debido a que su origen radica en el andamiaje social, en la relación política que la sustenta y en la subjetividad social que la justifica o tolera.
Entender la corrupción como un tipo de relación social, y no como un acto aislado, es elemental para dar cuenta de su lógica y organización interna que va más allá de lo ético. Y es que la corrupción es una relación social producto del resquebrajamiento de la solidaridad orgánica, en tanto refunda la acción expropiadora del sistema desde las relaciones de poder que la sustentan. En ese sentido, la corrupción es una expresión de las relaciones delincuenciales que llevaron, por ejemplo, a la expropiación de las tierras comunales que le dieron origen a la oligarquía salvadoreña.
Siendo así, la corrupción está íntimamente vinculada a la institucionalidad, pues es dentro y a expensas de ésta donde se desarrolla, y ello demanda utilizar el poder, tanto jurídico-administrativo como simbólico. Entonces, la corrupción no se define simplemente por la transgresión de normas, sino por la asimilación oportunista del marco normativo y su institucionalidad bajo la apariencia de una “legalidad” que la invisibilizó. La hojarasca estructural de la corrupción como problema social exige que las medidas coercitivas consideren la esencia social de su lógica productora-reproductora, para castigar conductas individuales y, al mismo tiempo, desmontar los factores sociales que la sostienen y poner en pausa el imaginario social que la soporta. Y es que la guerra contra la corrupción iniciada por Nayib Bukele no debe limitarse a sancionar conductas individuales, sino que debe desmontar el régimen político que la sostiene, lo cual implica reinventar lo político, jurídico y, como factor estructural, la subjetividad social de apatía frente a la misma.