Hace 87 años, el 22 de enero de 1932, la dictadura militar de Maximiliano Hernández Martínez, sacudió las conciencias de El Salvador y del mundo, al ordenar la ejecución de la más sangrienta e infernal masacre de heroicos campesinos salvadoreños.
Hernández Martínez, llamado también el “Brujo de las aguas azules”, por su tendencia a usar aguas de ese color en sus curaciones y pregonar el conocimiento del esoterismo o una especie de brujería, intentado hacer girar toda realidad humana alrededor de los efluvios provenientes de la tierra, era el presidente salvadoreño que el 22 de enero de 1932, había ordenado la masacre de más de 30 mil campesinos en la zona occidental del país, especialmente en los contornos de Izalco, en cuya plaza y con lujo de barbarie fue capturado y ahorcado el cacique Feliciano Ama.
Lo anterior explica por qué el partido ARENA, por identificación ideológica, siempre inicia su campaña electoral en Izalco en cada periodo eleccionario; bien, en solidaridad con los perpetradores de la masacre, o en un intento fallido tal vez, de borrar la negra imagen de aquel horrendo crimen, perpetrado por militares ideológicamente afines.
La masacre fue promovida, cohonestada e impulsada por la burguesía salvadoreña; desde luego, bajo control y dirección del Gobierno a través del ejército y la Guardia Nacional. El pecado de los campesinos fue reclamar sus derechos prediales, la expropiación de tierras comunales, el maltrato y la explotación y plantear otras justas demandas a los terratenientes, quienes, furiosos, se apoyaron como siempre en el ejército para que detuviera, a sangre y fuego, la sublevación campesina a la cual, para que tuviera más desprestigio, dieron el mortal calificativo de insurrección comunista. El Partido Comunista Salvadoreño (PCS) tuvo significativa injerencia, a través de la participación de líderes como Farabundo Martí, Mario Zapata, Alfonso Luna, Miguel Mármol y otros. Al final, se impusieron la tiranía y el ejército despiadados.
– Misión cumplida, mi general- diría el ejército a Hernández Martínez.
– Solo 30 mil muertos o un poco más -se ufanaban los militares, con ironía…
Pero todo tiene un principio y un final. Y el final del martinato llegó doce años después, con el levantamiento militar del 2 de abril de 1944, producto del descontento general contra el dictador. En la capital, crecían la efervescencia ciudadana y el afán de lucha. Los distintos sectores organizaron clandestinamente una huelga de brazos caídos, con algún liderazgo de la Asociación General de Estudiantes Universitarios Salvadoreños (AGEUS).
El 28 de abril de 1944 se decreta la huelga universitaria; el 2 de mayo cesaron las labores en las fábricas y se detuvieron los ferrocarriles; los bancos y los almacenes cerraron el 3 de mayo, y el 4 se sumaron a la huelga los empleados públicos. Así se suspendía la actividad completa de la Nación, lo cual hizo nacer y crecer la preocupación del arrogante dictador.
Durante una nutrida manifestación, el 7 de mayo, el agente de seguridad Juan Arnoldo Reyes Baires disparó, sin objetivo fijo, a un grupo de estudiantes y su bala mortal hizo blanco en el joven José Wright Alcaine, ciudadano norteamericano y de reconocida familia de El Salvador. Hubo indignación y reclamo contra Hernández Martínez, no solo de la población salvadoreña sino también del gobierno de los Estados Unidos, a través de su embajador, Walter Thurston.
Y Hernández Martínez cayó. El 9 de mayo huyó hacia Guatemala, después de depositar el mando en el Vicepresidente, general Andrés Ignacio Menéndez, a quien apodaban “Cemento armado”. Se fue sin pena ni gloria, después de tanto poder ejercido a través de las armas, desde el brutal genocidio perpetrado contra la heroica resistencia de miles de compatriotas en 1932. Una estela de sangre y de muerte iba quedando tras la partida del dictador.
Años más tarde, después de recorrer el largo camino de su exilio por distintos países, el 15 de mayo de 1966, Hernández Martínez fue asesinado en su finca de Jamastrán, en Honduras, y su verdugo fue Cipriano Morales, su propio ayudante y hombre de su mayor confianza. A Hernández Martínez, la sociedad salvadoreña no le perdonará nunca el genocidio infernal de enero de 1932; y también, inevitablemente, siempre invocará la tradicional sentencia “quien a hierro mata a hierro muere”.