Por Gabriel Otero.
Como familia binacional, mi madre se encargaba de fomentarnos las tradiciones mexicanas, fue así que después de una larga espera, la parroquia de la colonia Miramonte le otorgó a nuestra casa el honor de albergar a los santos peregrinos para la cuarta posada del 19 de diciembre de 1973.
Las posadas son una costumbre muy arraigada en el folclor religioso y popular de México, son nueve posadas que representan los meses de gestación del niño Jesús. Estas celebraciones datan de la época del virreinato de la Nueva España y son producto del sincretismo de las culturas mexicana y española, el trasfondo fue borrar de tajo el culto a Huitzilopochtli y la antropofagia ritual practicada por los mexicas que horrorizó a los invasores españoles.
Para la posada salvadoreña, mi madre mandó a fabricar cinco piñatas en forma de estrella con siete picos que significaban los siete pecados capitales y las rellenó con dulces de colación, caña de azúcar, jocotes, jícamas, mandarinas y cacahuates.
Ella misma hizo los “aguinaldos” con dulces y frutas para los niños que llegaran e imprimió copias con las letanías del ora pronobis y los cantos de entrada de los peregrinos. Mezcló la fruta y los ingredientes del ponche y elaboró otro con piquete para los adultos. Le pidió a Cesáreo el jardinero que comprara cohetes de vara para realzar el acontecimiento y lanzarlos en un momento de apoteosis y que colgara una a una las piñatas con fondo de olla de barro.
La familia Otero recibiría gustosa a María, José, la mula y el buey para hospedarlos una noche fresca cercana a la navidad. Yo asumí una actitud arcangélica acorde a mi nombre en los días previos, pero la tarde antes de la posada, sucumbí a la furia a mis ocho años cuando me enteré, que Mario Saúl, un vecino que vivía en la calle Las Jacarandas había golpeado a mi amigo Fito de cinco y esa agresión traería consecuencias gravísimas.
Dicen que los niños son crueles, algo hay de cierto en ello, y entre el Chimbolo Jerez, Coqui Morales y yo le propinamos un severo escarmiento al vecino pendenciero y nos incorporamos justo a tiempo a los peregrinos de la posada como si nada hubiese pasado.
Pero si pasó. Los papás del vecino llegaron enardecidos clamando castigo para esa sarta de niños criminales, golpeadores de su inocente vástago. Mario Saúl, convenientemente silencioso, omitió confesarles haber agredido a un infante mucho más pequeño que todos nosotros.
Mi madre curtida en quejas de padres de familia y querellas entre niños, no en vano procreó tres hijas y tres hijos, sorteó los cuestionamientos con sabiduría, les regaló ponche cargado a los quejosos y me llamó aparte para que le contara lo sucedido.
Fito era nieto de Adelita su gran compañera, mi madre se indignó por lo relatado, lo único que le pareció excesivo fue la participación de nosotros tres, por lo demás Mario Saúl se lo había buscado por abusivo.
Y reventamos las piñatas con los peregrinos que llegaron en el nombre del cielo a pedir posada y hubo alegría y perdón para nuestras ofensas, mientras las estrellas nos cubrían con su manto de luces.