Dios salve al cuerpo de las mujeres, repertorio profundo de fetiches y parafilias: axilas, pantorrillas, pies, dedos, cuello, brazos, manos, pelo, ojos, cejas y orejas. Se anhelan al imaginarlas, se aman al verlas.
Qué de malo hay en admitir la naturaleza animal, sufrimos en disfrazar nuestro temperamento sexualmente divino y desde el sexto día de la creación prescindimos de nuestra desnudez.
Si la lujuria mueve al mundo para qué negarla, el deseo no tiene ataduras ni patria ni nacionalidad. Nada parece importar cuando una mujer y un hombre se buscan y se exploran con los apetitos. La combustión es el origen y el fin.
Qué de malo hay en representar la liturgia de la procreación, el fuego surge en el cerebro y el vientre, la excitación dignifica la travesía imperiosa entre dos polos del mismo imán.
Y por qué no practicar el saludable fornicio, en besarles lento los pezones, mordisquearlos con la levedad de la brisa, cogerles el aroma del cuello y las orejas y lamerles su palpitar.
Qué de malo hay en que ellas nos revuelquen en la cara su hambre de valquiria y juguetear con su sonrisa vertical, si en el sexo se descubren las verdades y se alimentan los amores.
Dejémonos de simulacros y que regresen de su exilio: Afrodita, Eros, Venus, Pan, Dioniso, Huitaca y Lilith, dioses olvidados por la hipocresía de los bellacos, esos sumos pontífices indolentes que se han erigido en pastores de la humanidad.
Qué de malo hay en ansiar de menos o de más, si las caricias se reparten urgentes o parsimoniosas, según sea el momento o el lugar, siempre sobra tiempo para reinventarse y volverse a encontrar.
De nada sirve esconder la voluptuosidad y declarar la lujuria como pecado capital porque no sólo de mitos y sofismas vive el hombre, ejerce la libido y luego existe.
Qué de malo hay en creer que el cuerpo de las mujeres es el paraíso y si nos morimos será para resucitar y hacerle genuflexiones a su sexo.