Tarjetita navideña para creyentes y descreídos
El místico libanés Mikhail Naimy (1889-1988) afirma en El libro de Mirdad que “Quien no haya probado el sabor de la libertad en la Tierra, tampoco podrá probarlo en el Cielo”. Esto contradice la práctica religiosa popular ―atemorizadamente ritual―, así como a sus oficiantes colegiados, que predican una liberación sólo posible celestialmente, cuando lo cierto es que el sabor de la libertad sólo se prueba en el ejercicio del propio criterio, y éste sólo se forja en la práctica de esa libertad como forma de vida consciente y edificante, sin tutelajes coercitivos, amenazas “divinas” ni vaivenes entre lo bueno y lo malo. La libertad consciente (no hay otra) vive encima de la instituida dicotomía entre el bien y el mal. Por eso, esperar una libertad celestial sin haber vivido una terrenal no es más que otro ridículo sueño de opio.
Porque incluso la religiosidad necesita ser libre para no reducirse a un simulacro cuya esencia no sea más que el autoengaño. De aquí que Naimy afirme que “Quien no pueda hallar un templo en su corazón, jamás podrá hallar su corazón en un templo”. Lo cual quiere decir que el ritualismo de las religiosidades populares, tal como sus oficiantes las enseñan, hacen de sus templos vulgares mercados en los que se estafa y se hace escarnio de la buena fe y la inducida ignorancia de las masas. Pues buscar el propio corazón en un templo es como querer hallar el propio espíritu en el dinero y la propia alma en la propiedad privada. Es creer que se puede hallar al dios de que se trate fuera (y no dentro) de uno mismo.
Tanto las religiosidades sufrientes como las festivas, tanto las que a cambio de limosnas prometen libertad y dicha en la otra vida como las que las ofrecen aquí y ahora mediante un subido diezmo, juegan con el miedo a la muerte de sus aletargadas feligresías, así como con su temor a la pobreza, la enfermedad, el desamor y la soledad. Y la gente paga y expía para que una divinidad narcisista (que exige alabanzas todo el tiempo) y sádica (que goza con la autoflagelación mutiladora de sus creyentes) le abra las puertas de un Cielo que, a falta de valor para vivir en libertad, se convertirá en un infierno circular y viciado.
A los oficiantes de este tipo de religiosidades pareciera dirigirse Naimy cuando dice que “Alimentarse de la muerte es volverse alimento de la muerte” y que “Vivir del dolor ajeno es hacerse presa del dolor”. Por esto es que la religiosidad popular es sufrimiento y no liberación. Por esto es que la lógica del mercado rige no sólo los rituales de compraventa, sino también los de nuestra espiritualidad. Y también el sentido popular de lo divino; mismo que en estos días se vuelve una “alegría” nerviosa que no supera el exceso, la vanidad y un tenso fingimiento de dicha, amor, paz y comprensión.