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El taxi

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La piedra disfrazada de terrón le pegó al centro del parabrisas y de inmediato el vidrio se hizo añicos. Nos enteramos de que el taxista les cobró a los papás de Fidias los 35 colones que costaba el parabrisas

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Por Gabriel Otero

Los terrones se deshacían sobre parabrisas traseros, el juego era divertidísimo. Todo carro que transitaba sobre la Calle Toluca y daba vuelta sobre la Avenida B era acribillado por nuestras hondillas, nuestra travesura parecía inofensiva, una que otra piedra minúscula se colaba entre los proyectiles, pero nada que valiera la pena preocuparse.

Estábamos apostados en la esquina de mi casa, a unos metros de un ciprés que con los años se transformó en un palo de aguacate, no sé si se secó o lo trasplantaron, el caso es que de repente apareció un árbol frutal quién sabe de dónde.

El mayor de nosotros era Fidias, quien ciertamente era el más inquieto, cualquiera lo hubiera calificado de inadaptado y gritón, vestía shorts y una camiseta con un cráneo mal dibujado que decía “Quiéreme tal como soy”.

Nos carcajeábamos, ¿qué más podíamos hacer en unas vacaciones largas? Estar todo el día en la calle y subirnos a los árboles de frutas, jugar gol sacagol durante el día y un, dos, tres para todos mis amigos por las noches teniendo la manzana por escondite y el poste como “tay”.

Todo era perfecto. Pasaba la pick up con el letrero que anunciaba semen congelado para ganado. Su dueño era nuestro vecino, vivía cerca de las inglesas, dos hermanas de Brighton que se asentaron en el trópico salvadoreño en la búsqueda del sabor de las grape fruits y mandarinas de Zapotitán.

Justo después se asomó el taxi, una camioneta Toyota manejada por un chofer de gesto agrio. La piedra disfrazada de terrón le pegó al centro del parabrisas y de inmediato el vidrio se hizo añicos. El taxi se detuvo y huimos, al único que lograron atrapar fue al homónimo chalateco del escultor griego, quizá hubo una especie de justicia divina, su roca cayó como meteorito y ocasionó nuestra tragedia.

Salí corriendo y me escondí entre unos bambúes, Juan Carlos se fue para el otro lado, la única que nos vio fue Reina, la muchacha de la casa. Por la noche nos enteramos de que el taxista les cobró a los papás de Fidias los treintaicinco colones que costaba el parabrisas y a mi Reina me chantajeó todas las vacaciones.

Le pagué quince colones por su complicidad, su silencio me costó varios domingos, mis padres jamás se enteraron.

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Gabriel Otero
Gabriel Otero
Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, columnista y analista de ContraPunto, con amplia experiencia en administración cultural.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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