miércoles, 22 enero 2025
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El Salvador tiene la ventana rota , ¿a quién le conviene que siga así?

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Por Ricardo Sol Arriaza.

El experimento psicosocial conocido como la “Teoría de la Ventana Rota” se confirma en El Salvador a una escala nunca ensayada.

Philip Zimbardo, psicólogo social de la Universidad de Standford, llevó a cabo, en 1969, un experimento sencillo, dejar un auto golpeado y con una ventana rota, en algún vecindario, no importando el sector o clase social del barrio en que se dejara, en todos los casos, el vehículo fue desmantelado en uno pocos días.[1]  Resultaba lo contrario, es decir todos respetaban el auto, cuando este no presentaba golpes, ni las ventadas rotas.

Lo que la teoría de la ventana rota nos indica es simple: si en un edificio, casa, vehículo aparece con una ventana rota y no se arregla pronto, inmediatamente el resto de las ventanas corren el riesgo de acabar siendo destrozadas y en seguida saqueadas o desmanteladas. ¿Por qué sucede esto? Porque con esa ventana rota se transmite un mensaje: “aquí nadie cuida de esto, esto está abandonado”. La norma social, implícita en el contexto, autoriza a dañar y maltratar ese inmueble o mueble. Cuando se percibe que conductas como robar, estropear el mobiliario, pintar paredes, etc.… están permitidas, aumentan los actos vandálicos en la comunidad.

Sin lugar a duda, la convivencia social y sus espacios (urbanos, sociales, políticos, económicos, culturales y naturales) fueron profundamente alterados y, porque no reconocerlo, deteriorados por dos fenómenos, cuya magnitud –inconmensurable, puede sostenerse– no parece ser suficientemente valorada por políticos y gobernantes responsables durante ese proceso, así como por analistas y académicos que también estuvieron comprometidos con el desenlaces o resultados de esos períodos; me refiero a los 20 o 30 años de guerra civil y, particularmente a los 30 años de gobiernos de posguerra.

Mientras escribía estas reflexiones apareció, publicado en la prensa internacional, un artículo de Daniel Zobatto y Jorge Sahd, académicos responsables del “Índice de riesgo político de América latina 2025”. Me desvío un poco del tema, para ubicar las categorías de análisis de ese índice, que sin duda dan un marco a lo que llamo, en el párrafo anterior “deterioro de la convivencia social” en la Guerra Civil y los gobiernos de postguerra en El Salvador. Este índice, dicen lo articulistas, destaca cinco riesgos, que persisten en América Latina: “inseguridad y crimen organizado, corrupción estructural, democracia sin resultados, crisis migratoria y desinformación”. En mi criterio, eso es lo que predominó en lo gobiernos de posguerra (1989[2] – 2019). Estos riesgos, más que como tales, retratan la realidad del régimen político de posguerra civil.

Dado que los referentes de crimen organizado y corrupción han sido ampliamente analizados en El Salvador, a manera de estímulo para la reflexión, me referiré al concepto de “democracia sin resultados”, siendo real para EL Salvador, dado que lo que se llama democracia, para este país no fue más que un juego entre élites políticas, sin resultados tangibles favorables a la ciudadanía, me parece relevante preguntar si ha eso se le puede seguir llamando “democracia”. Lo que conceptualmente parece un contradicción o incoherencia por cuanto democracia, etimológicamente quiere decir: gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo (Lincoln).

Pero retomando el tema central de este artículo, el de la “ventana rota”, nos referiremos al espacio urbano y las reacciones frente a las intervenciones que el actual gobierno, del presidente Bukele, realiza y las reacciones de quienes pareciera que desean continuar con la “ventana rota”.

Detrás de las acusaciones de no respetar el patrimonio histórico, todo indica que están los intereses de los gobernantes, políticos y sus allegados de la posguerra civil. A estos les  de cuesta reconocerlo, lo que implica falta de ética en quienes llevaron al país a ese grado de descomposición, pero el país ha estado roto con ellos desde hace bastantes años.

Nos duele reconocerlo, pero la honestidad obliga a reconocer ese deterioro del país. ciertamente es el primer paso para empezar a recomponerlo y no perder la esperanza.

En el marco de un debate político, sobre el tema de la minería, el presidente Bukele ha sostenido que: “somos un país sucio”, esto también es parte de lo que se incluye en la Teoría de la Ventana Rota. Habrá a quienes nos incomode, nos resulte doloroso o nos moleste sinceramente un reconocimiento tan brutal. Pero debemos asumirlo, porque si no empezamos por reconocer el estado en el que El Salvador quedó después de la guerra civil y los 30 años de posguerra, no será posible recuperarlo. Las personas causantes de ese estado, de haber permitido y mantenido “las ventanas rotas”, se rasgarán las vestiduras, pero afortunadamente todo parece indicar que la mayoría de la ciudadanía ya los reconoce.

Tampoco es el tema de este artículo el de la minería, pero ya mencionado no puedo menos que hacer una breve reflexión. Entiendo que es una discusión que, en las condiciones que se dio en el pasado, generó un consenso que llevó a prohibir el modelo extractivo de producción de oro, lo que significó renunciar a ese recurso, por no identificarse una modalidad que beneficiara a la sociedad salvadoreña y porque se reconocía al Estado incapaz de controlar esta industria. Si, por el contrario, existiera una modalidad que pueda resultar beneficiosa, no solo por la forma de extracción, sino también porque garantiza la distribución equitativa de sus beneficios, sin dañar el medio ambiente de los salvadoreños, es una responsabilidad del gobierno la de presentarla a la sociedad, esa es la forma en la que el gobernante debe responder al apoyo de su pueblo.  Digo esto porque no es lo mismo, formar y aclararle a la población que debatir con partidos políticos que no representan mayor cosa y que tuvieron su oportunidad y la perdieron; con el agravante de que, de antemano rechazan cualquier razonamiento que no se apegue a sus intereses.      

Profundizando en lo anterior, debe reconocerse la valentía política del presidente Bukele, al autocalificar al país de sucio, sobre todo porque con ese diagnóstico no se refería únicamente a la basura ordinaria, sino también los desechos de las prácticas industriales y agrícolas del país[3]. Digo y lo recalco, valentía porque el costo político de ese atrevimiento puede ser alto. Pero, seguramente que él y sus asesores habrán valorado esa reacción; debo asumir que él y su equipo se han decidido a enfrentar ese desafío de limpiar el país, de manera integral. Por consiguiente –y eso es lo que espero como ciudadano y que todo ciudadano responsable debería de apoyar– que el gobierno, al reconocer el problema, esté dispuesto a generar e implementar las políticas públicas que sean necesaria para superar esa situación.

Pero esto de la “ventana rota” no abarca solo la suciedad. También el crimen organizado tiene que ver con esto. Con posterioridad a los estudios de Zimbardo, los criminólogos James Q. Wilson y George Kelling, experimentaron con la teoría de las ventanas rotas, y concluyeron que la criminalidad y el delito son mayores en las zonas donde el descuido, la suciedad, el desorden y el maltrato son mayores.

Podemos proseguir analizando, desde esta misma teoría, otras áreas de la convivencia social y de la vida urbana en los que se refleja en este fenómeno de la ventana rota.

Por ejemplo, el debate sobre la reconstrucción del Centro Histórico, del Palacio Nacional, entre otros espacios urbanos, se revive ahora con la construcción del nuevo Hospital Rosales. El tema según quienes responsablemente (estoy seguro que los hay) o aquellos que por interés político claman al cielo por la estructura metálica del viejo Hospital, pareciera que están lejos de considerar el grado de abandono y la caótica forma de convivencia social que se daba en estos lugares, antes de su intervención; y que, en el momento de tal intervención, las circunstancias no eran normales y mucho menos políticamente mesuradas. En ese momento ni la convivencia social, ni la política eran normales ni prudentes (a juzgar por las voces políticas, esto sigue así). Estando “la ventana rota”, las decisiones han podido tomarse en esas condiciones.

Lo que me parece más ingrato (u oportunista desde un punto de vista político), es la negación del grado de descomposición social que representaban esos sitios urbanos y, consecuentemente, la responsabilidad y la incapacidad de los gobiernos de post guerra civil para responder sobre esas situaciones. Aunque también existe una responsabilidad solidaria de toda la sociedad al permitir ese nivel de degradación social. En Argentina escuché y leí la siguiente autocrítica social: “generalmente estamos inclinados a señalar a los militares como responsables de las masacres y matanzas que se hicieron durante sus gobiernos, pero (sin dejar de señalar aquella responsabilidad) pocos estamos inclinados a destacar la responsabilidad de no escasos civiles o grupos civiles, que colaboraron con aquellos en sus actos”. 

Por responsabilidad ciudadana y curiosidad sociológica, visité el Centro Histórico de San Salvador, antes de las intervenciones que hiciera el entonces alcalde Nayib Bukele. El panorama era sombrío, caótico, nauseabundo y por supuesto inseguro. También conocí los estudios del Arq. León Sol (QEPD), mi hermano, fundador de la Oficina de Planificación del Área Metropolitana de San Salvador (OPAMSS), creada en octubre de 1988, dichos estudios contenían el diagnóstico sobre los problemas, dificultades y poderes existentes en ese espacio urbano, pero también presentaba proyectos para intervenir ese desastre. Luego vi la frustración de mi hermano, durante 30 años, ante la negación de los políticos de aquellos tiempos. Treinta años tuvieron que transcurrir para que sus propuestas empezaran a tomar forma, durante la administración del alcalde Nayib Bukele (2015 – 2018).

Lo del Hospital Rosales es también un caso muy cercano para mí, estudié en ese edificio en los últimos años de la década de 1960. Desde aquella época de estudiante, aquel edificio, no recibía la atención debida; era sí el hospital escuela, pero no por razones de que se hubiera acondicionado para aquel fin. Ciertamente, por razones de la historia de la medicina salvadoreña, que no viene al caso desarrollar ahora, los mejores médicos del país dedicaban horas al “hospital público” y a la docencia. Por esto, y porque los enfermos que allí se atendían, por razones de su condición social, tácitamente, se asumía que facilitarían ser objeto de las prácticas médicas, ese era “el Rosales”, el hospital escuela. Así funcionó, por muchos años, como el centro mejor preparado para formación de nuevos médicos. No obstante, recuerdo perfectamente los comentarios que entre residentes y estudiantes hacíamos sobre el deterioro de las salas y el edificio en general del Rosales, cuya desatención estaba normalizada y “justificada por las finanzas del Estado”.

Tuve la oportunidad, en el año 2000, de visitar este nosocomio porque un conocido estaba internado y decidí visitarlo. Para en esos años, las condiciones ya eran críticas, por una parte, por el número de pacientes internados y, por otra, por el deterioro del inmueble. Falto de pintura y mantenimiento, salas y corredores llenos; entre los enfermos había reclusos, que por su condición estaban esposados a las camas y los policías los vigilaban displicentemente, con armas largas, pertrechados en alguna columna. En el atrio del hospital, desde su portón, pululaban vendedoras ambulantes y predicadores que, con altavoces, llamaban a la redención del infierno, en el que ellos aseguraban, vivían los salvadoreños.

De todo esto, lo que me llama la atención, es que no se valore lo que significa reconstruir un país que fue destruido por la guerra civil y por la negligencia, ambición e incapacidad de los gobernantes de posguerra civil.

Rasgarse las vestiduras frente a la “ventana rota” y negar su reparación es un acto político irresponsable. Por supuesto que hay un costo, distintos procedimientos, pero desautorizar ad portas los esfuerzos que se hacen para recuperar ese innegable deterioro de espacios de convivencia social resulta un despropósito. Ojalá, en El Salvador, lleguemos al momento en el que organizaciones sociales, académicas y técnicas puedan contribuir con señalar medidas mesuradas, técnicamente sustentadas para mejorar el proceso de reconstrucción de El Salvador, tantos años postergado.

Que la esperanza y el diálogo propositivos predominen.


[1] El experimento de Zimbardo consisto en abandonar un coche en un barrio con “mala fama” (el Bronx); una zona pobre, peligrosa y con una elevada tasa de delincuencia por aquella época. Las personas que colaboraban en este proyecto dejaron el vehículo con sus placas de matrícula arrancadas y con las puertas abiertas para observar qué ocurría. Y lo que sucedió es que, al cabo de tan sólo diez minutos, el coche empezó a ser desvalijado. Tras tres días ya no quedaba nada de valor en él, estaba deshecho.

Pero el experimento proseguía: había una segunda parte la cuál consistía en abandonar otro vehículo idéntico al anterior y en similares condiciones, pero en este caso en un barrio considerado rico y tranquilo: Palo Alto, California. Y sucedió que, durante una semana no le pasó nada. Pero Zimbardo decidió intervenir: cogió un martillo y golpeó algunas partes de la carrocería, etc. e incluso alguna ventana. De esta manera, el coche pasó de presentar un estado impecable a mostrar signos de maltrato y deterioro. Entonces se confirmó la teoría que manejaba el investigador: a partir del momento en el que el coche mostró mal estado, los habitantes de Palo Alto se cebaron con el vehículo a la misma velocidad que lo habían hecho los habitantes del Bronx.

[2] Fecha en la que se inicia el gobierno de Alfredo Cristiani/ARENA que persistió luego de los Acuerdos de Paz.

[3] Se refirió a los lixiviados, las escorrentías que arrastran la tierra fértil por las prácticas de labranzas, de vertidos de industrias, plaguicidas (pesticidas), de residuos médicos, de los mataderos, aguas negras, aguas grises, entre otros y por supuesto de los plásticos y otros desechos, propios del consumo humano cotidiano.

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Ricardo Sol
Ricardo Sol
Académico, Comunicólogo y Sociólogo salvadoreño residente en Costa Rica. Fue secretario general del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA). Columnista de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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