Por años la masacre de El Mozote, ejecutada entre el 10 y el 12 de diciembre de 1981, hace 35 años, fue desconocida e investigada oficialmente. En la actualidad, gracias a la derogatoria de la amnistía que mantenía impunes los crímenes de lesa humanidad, cada vez que se hacen exhumaciones de los masacrados, la verdad golpea a El Salvador.
Reportajes, con la tierra todavía humeante y cadáveres sin sepultar, de medios como The Washington Post y de The NewYork Times, que dieron a conocer la masacre de unas 1.000 personas en operaciones militares, fueron calificados como “mentirosos” por los gobiernos estadounidense y salvadoreño, aliados entonces en la guerra contra la guerrilla del Frente Farabundo Martí (FMLN).
En El Mozote se han hecho exhumaciones para luego entregar los restos humanos (osamentas, así como ropas u otros objetos) a los familiares de las víctimas; los dos últimos presidentes, Mauricio Funes (2009-2014) y Salvador Sánchez Cerén ““actualmente en el Gobierno- han pedido perdón; se han levantado rutas de turismo histórico, pero los militares responsables siguen en la impunidad.
“Mataron a toda mi familia, no respetaron a ancianos ni a mujeres ni a niños. Mataron a un tío mío que tenía 83 años de edad y a una nuera que un día antes había tenido a su beb锦 A las dos las degollaron los soldados”, narró José Mejía, quien dice que en una pared que no fue demolida había una frase: “un niño muerto es un guerrillero muerto”.
La masacre, ejecutada en el escenario de la “Guerra Fría”, fue una de las acciones desarrolladas bajo las tácticas contrainsurgentes de “Yunque y Martillo” y de “Tierra Arrasada”, mismas que los EEUU aplicaron en su guerra contra Viet Nam y con las que entrenó al Batallón “Atlacatl”, autor también en noviembre de 1989 de la masacre de seis sacerdotes jesuitas y dos de sus colaboradoras domésticas.
En aquella teoría y práctica de muerte “había que quitarle el agua al pez para que no sobreviviera”, decían los asesores estadounidenses a sus buenos discípulos salvadoreños. El agua era la población campesina, el pez era la guerrilla. Así se cometieron otras masacres: La del Río Sumpul, en Chalatenango; la de Las Hojas, en Sonsonate y la de El Calabozo, en San Vicente.
“Antes de la masacre esta era una zona tranquila; nos dedicábamos a sembrar frijol y maíz, caña de azúcar y maguey. Vino la masacre y acabó con todo. Me salvé de milagros porque me fui a Honduras en medio de los montes”, cuenta el campesino José Díaz.
Mejía y Díaz son de los sobrevivientes y familiares de víctimas que han dado información para localizar fosas comunes de los masacrados.
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Las exhumaciones están sirviendo para conocer la verdad, pues los restos son la prueba del delito de los soldados y ordenado por altos oficiales, para evidenciar que no fue una acción deliberada de un grupo, sino que significaba la aplicación de una política de exterminio.
El más destacado de los jefes que planificó la masacre fue el Teniente Coronel Domingo Monterrosa, muerto en octubre de 1984 en un atentado guerrillero; otros oficiales terminaron la guerra con altos grados y sin ser juzgados por sus crímenes de lesa humanidad. En el Informe de la Comisión de la Verdad (ONU 1993) se expresa que el ministro de Defensa y el jefe del Estado Mayor, generales Guillermo García y Rafael Flores Lima, respectivamente, negaron la existencia de hecho criminal.
“En esto momentos me siento triste pero al mismo tiempo satisfecha de que este proceso avance, aunque sea despacio”, dijo Rosario López, familiar de los masacrados, en la entrega de restos por parte de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), en cumplimiento de una sanción impuesta por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CorteIH).
“Hay muchas esperanzas porque los familiares van a poder dar una cristiana sepultura a sus muertos y saber dónde los tienen, pero también para hallar la justicia, eso es lo más importante que pedimos”, reiteró enfáticamente Dorila Márquez, activista de los DDHH en El Mozote.
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