Por Gabriel Otero.
Era una noche de un domingo de siempre. Cansado, bajé del autobús para comprar mi cena, regresaba de una jornada agotadora, sentía las piernas pesadas como si transitara sobre la superficie de la luna. Iba camino a casa, el santuario adonde se olvidan las tribulaciones y se curan las penas, el amor familiar tiene ese poder maravilloso de actuar cual coraza ante las amenazas e insidias externas.
Todavía faltaba un tramo por recorrer, unos cuantos kilómetros, los más molestos, los últimos, esos que se hacen inmensos por los anhelos de llegar. Tuve la intención de coger un Uber, revisé la aplicación y los precios rondaban las nubes, carísimos, la tarifa dinámica, además de abusiva, es la expresión capitalista de la fluctuación, arriba podía leerse en la pantalla del celular esa advertencia admonitoria como justificación del absurdo: “Tarifas elevadas por la alta demanda”.
─No me jodan─ exclamé, las calles estaban vacías y estos requerían exprimir hasta el último centavo de los bolsillos incautos, decidí tomar un taxi. En la Ciudad de México, eso significa exponerse a carros destartalados, taxímetros chuecos y cafres al volante, no había otra opción, era eso, o subirse a otro autobús y caminar con el cansancio de las extremidades inferiores.
Llegué a la esquina a esperar el carro de alquiler, no habían pasado ni cinco minutos cuando se escuchó un grito alcoholizado:
─Pendeja, ¿para qué le contestaste?, te dije que a mi pinche madre nunca le ha interesado mi vida, pero ahí vas tú cagándote en el palo, hasta muerta serás idiota─
Yo no alcanzaba a ver de quién era la voz aguardentosa, sonaba desagradable como el balido de un macho cabrío a punto de sacrificarse, instantes después se asomaron una mujer delgada y una niña de unos ocho años, asustadas, se colocaron a un par de metros de donde yo estaba.
Intuí que buscaban algo de seguridad ante una posible agresión física del energúmeno que luego llegó, era un tipo alto, feo, moreno, con lentes y la cara llena de cráteres, con las orejas coronadas por dos aretes de diamantes de fantasía, vestía una playera de tirantes con la imagen de un grupo gótico desconocido.
Se acercó amenazante a la mujer y a la niña, pensé que le iba a propinar un puñetazo a quien se le pusiera enfrente, la niña levantó las manos como queriendo impedir la proximidad corporal, el tipo se ubicó justo en mi ángulo visual y me tapaba los atisbos de la calle.
Sucedió lo que yo preveía inevitable, intentó intimidarme:
─¿Qué ves pinche viejo?, a tus asuntos, ¿sabes que te vas a morir?, cabrón, mañana amanecerás con el hocico babeando, vete ya a chingar a tu madre, puto.─ Exclamó, echando lumbre por los ojos.
En esos momentos huía o me quedaba, opté por lo último, a pesar de que el cretino parecía incrementar su agresividad, por carácter no soy de los que evadan la confrontación, sabía que, en caso de pelea, no saldría bien librado, al menos me despediría de mis dientes, pero él se iría con varios golpes y patadas muy dolorosas, aunque frágil por los años, no soy ni finito ni delgado, y le dije, sin alterarme:
─Él que se va a morir hoy eres tú, ve como escupes bilis, te vas a ahogar hijo de puta, aparte de feo, maltratador y pendejo, dormirás en los separos, mira cómo están asustadas tu esposa y tu hija─ repliqué con la voz al alza.
A partir de ahí el intercambio de insultos comenzó a hacerse constante, fue la dialéctica de las palabras, a cada ultraje correspondía uno mayor, hasta que se le agotó la imaginación y no supo hacer otra cosa más que reír.
─Pinche güero─ me dijo
─Dios te puso acá─ y se fue de la calma hasta el llanto.
─Si supieras lo infeliz que soy, no sé cómo educar a mi hija─ agregó, mientras sorbía mocos.
─Discúlpame, por favor.─ terminó en el sollozo.
─No mames─ respondí ─A las que debes pedirles perdón es a tu esposa y a tu hija, son tu familia, guey, ¿cómo les haces esto?─
El altercado duró casi veinte minutos, y comencé a sentirme incómodo, el maltratador se llamaba Mauricio, no sé qué hubiese pasado con la mujer y la niña de no haber estado yo ahí. Se despidieron y se pasaron la calle.
A lo mejor fue imprudencia por parte mía, el maltratador pudo portar un arma blanca o de fuego, que bueno que no, no lo estaría relatando.
A los maltratadores no hay que tenerles ninguna contemplación, dicen que la cárcel suele ser buena consejera.