Por Gabriel Otero.
Me invade un profundo agradecimiento a mis ancestros, por mi herencia, por mis nombres y apellidos. Fui engendrado, creado y educado por Don Julián y Doña Lucy, mi padre y mi madre, ambos eran simpáticos y muy sociables, yo salí todo lo contrario, de pocas palabras y en extremo sardónico.
De niño intentaba adaptarme y ser gregario, pero de grande me volví solitario y contemplativo, es probable que esta conducta sea una coraza contra la hipocresía cotidiana, aunque nunca se me ha dificultado relacionarme, me entretengo con la observación de la gente común.
Gran parte de lo que sé, se lo debo a la avidez de conocimiento y experiencia, ese es un legado maravilloso que espero transmitirle a mi hijo cual relevo familiar.
Si hay algo que nos enseñó Don Julián fue a saber comer y Doña Lucy era una artista de la cocina, ellos fueron los introductores de la gastronomía mexicana en El Salvador a inicios de la década de los cincuenta con el Drive Inn Riviera, que era conocido como El Mexicano, y que se ubicaba sobre la Alameda Roosevelt.
Por mi parte, tenía siete años cuando conocí el sabor de un platillo que me ha acompañado toda la vida, festín para las papilas, recuerdo su dejo a chocolate picante, de textura espesa y exquisita, combinaba a la perfección con la pierna de pollo que casi ingerí con todo y hueso.
Estaba en la alberca de una casa de playa en Amatecampo, edificada al estilo de las islas de Mikonos o Santorini, de blancura ofensiva, se llegaba por una carretera llena de curvas, la construcción se erguía inexpugnable sobre un loma desde donde se oteaba la playa a un centenar de metros. La casa era la única en las alturas.
Mientras probaba el mole, lloviznaba, y Dolores, la adolescente hija de nuestros anfitriones se sostenía del flotador en forma de colchón adonde yo me dejaba llevar sobre las aguas transparentes. Mi hermano Mario, se asomaba en la terraza para ver la playa, la imagen era digna de una postal que bien pudo haberse llamado “el descubrimiento”.
Supuse que los Dardanito también eran mexicanos, así se apellidaba la familia, ahí comprendí que el mole se preparaba para celebrar algo, querían agradar a Don Julián, sibarita y avicultor famoso en la comarca centroamericana.
La calidez de los Dardanito, la sonrisa franca de Dolores y ese gustillo novedoso por uno de los manjares de la cocina mexicana, me impulsaron a pedirle a Doña Lucy que en cada cumpleaños me preparara mole poblano.
Muchos años después, en el pueblo de San Pedro Atocpan, fui testigo del proceso artesanal de elaboración del mole, pero eso es una historia que contaré en otro crepúsculo.
Comer mole siempre es una fiesta.