domingo, 14 abril 2024
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El enfrentamiento con China

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La generosidad china, por supuesto, no es gratuita. La OMS se negó cobardemente a reconocer el éxito de Taiwán para limitar al virus, e incluso a admitir a Taiwán como miembro, por miedo a ofender a China continental

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NUEVA YORK – En vez de usar todos los poderes del gobierno federal estadounidense para limitar la devastación por la COVID-19, el presidente Donald Trump está desperdiciando energía y tiempo preciosos en culpar a China por la difusión del virus. Los expertos hablan de una nueva guerra fría, pero si Estados Unidos realmente intenta enfrentar a China en una lucha por el liderazgo mundial, lo que está haciendo Trump es una chapuza.

Incluso mientras el gobierno chino hace llover suministros por todo el mundo para combatir la pandemia —y envía incluso equipos médicos—, Trump cierra los vuelos desde Europa sin siquiera dignarse a informar a sus aliados en ese continente. Desde marzo, el gobierno chino ha aportado 50 millones de USD a la Organización Mundial de la Salud, mientras que Trump, con la excusa de que la OMS es «chinocéntrica», ha congelado el financiamiento estadounidense.

Cuando los ministros de asuntos exteriores del G7 mantuvieron una videoconferencia para discutir una estrategia conjunta para combatir la COVID-19, la contribución del secretario de estado de EE. UU., Mike Pompeo, fue insistir en que llamaran al agente patógeno «virus Wuhan», por la ciudad china donde supuestamente se originó. Hartos de las payasadas trumpistas, los demás ministros terminaron la conferencia sin alcanzar ninguna conclusión.

La generosidad china, por supuesto, no es gratuita. La OMS se negó cobardemente a reconocer el éxito de Taiwán para limitar al virus, e incluso a admitir a Taiwán como miembro, por miedo a ofender a China continental. Y mientras el gobierno estadounidense promovía teorías conspirativas sobre China, la Unión Europea atenuó sus críticas a la desinformación deliberada china después de que ese país amenazara con tomar represalias.

La eficacia de la intimidación de China es señal de su creciente poder económico. Es de suponer que esas tácticas serían menos eficaces si los aliados occidentales, al igual que otros interesados como Japón, Corea del Sur y los países del sudeste asiático, se unieran. En el pasado, un frente común de ese tipo dependería del liderazgo estadounidense, pero la ineptitud egoísta del actual gobierno lo hace imposible. En el largo plazo tal vez esto permita a China asumir el liderazgo, a falta de algo mejor.

De hecho, los países occidentales rara vez tuvieron una política común en cuanto a China, por motivos que no han cambiado demasiado desde fines del siglo XVIII, cuando Lord Macartney fue enviado por el rey Jorge III para establecer relaciones diplomáticas con el imperio chino. Una de las ironías del fracaso de esa misión fue que los británicos no quería comerciar opio, sino otros productos con China. Pero el emperador Qianlong afirmó que los chinos no necesitaban nada de los británicos.

Macartney se había contrariado a sus anfitriones al rehusarse a tocar el suelo con la frente ante el emperador, un gesto de sumisión que su propio soberano no exigía. Los miembros de una misión holandesa similar que accedieron a seguir las costumbres chinas y rendir pleitesía al trono del dragón tuvieron mejores resultados en la corte imperial. Esto enfureció los británicos, que culparon a la típica avaricia holandesa: cualquier cosa por un florín fácil. Pero los holandeses representaban a la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, no a su monarca.

El punto, sin embargo, es que China se veía a sí misma como el centro del mundo civilizado. Las misiones del extranjero solo eran percibidas como portadoras de tributos, nunca como iguales. Macartney, con la seguridad de que gran Bretaña era la principal potencia del mundo, no podía negociar con China en esos términos. El principal interés de los holandeses —un poco como ocurre hoy día con la UE— era ingresar al mercado chino y estaban preparados para jugar según las reglas de ese país.

Aun cuando la influencia británica ha declinado, el choque de las grandes potencias en la época de Macartney todavía resuena. La afirmación que mantuvo EE. UU. durante casi un siglo de ser el modelo incomparable de la civilización no fue menos grandiosa que la visión chinocéntrica de los emperadores Qing.

Cuando China se vio empobrecida y a merced de las grandes potencias del mundo, fue fácil para los estadounidenses tratarla con condescendencia como posibles conversos a la democracia, el capitalismo y el cristianismo. En su trato con el exuberante imperio japonés a principios del siglo XX, por otra parte, mantuvo una postura mucho más dura: cuando Japón —que firmó el Tratado de Versalles de 1919— solicitó una cláusula contra la discriminación racial entre los miembros de la Sociedad de las Naciones, EE. UU. (y Australia) la rechazaron.

Casi no se podía ganar dinero en China con el presidente Mao Zedong, aun así, los países occidentales no pudieron ponerse de acuerdo en cuanto a la manera de tratar con él. Cuando gran Bretaña reconoció a la República Popular China en 1950, tan solo un año después de la revolución, EE. UU., que se preparaba para su cruzada mundial contra el comunismo, estaba furioso. Hasta la década de 1970, Washington reconoció el régimen nacionalista de Chiang Kai-shek en la pequeña Taiwán como el único gobierno legítimo de China.

Ahora que nuevamente se puede ganar una enorme cantidad de dinero en China, volvemos a la época de Macartney. Las fronteras de China son aproximadamente las mismas que las del imperio Qing. El gobierno no es más democrático que con el emperador Qianlong y, después de un siglo de guerras, invasiones, pobreza masiva y derramamientos de sangre, China nuevamente es reconocida como un modelo de civilización para los bárbaros.

La perspectiva de un liderazgo mundial chino no es tentadora, pero EE. UU. rápidamente se desvanece como alternativa. El siglo americano se vio marcado por una gran cantidad de guerras estúpidas, rigidez ideológica y un desaprensivo apoyo a muchas dictaduras repugnantes. Y, sin embargo, la adhesión al liderazgo estadounidense se basó en gran medida en el respeto a una forma de gobierno que, más allá de los errores en su ejecución, conectaba con la aspiración humana de la libertad, incluso en partes del mundo de habla china.

No puede decirse lo mismo de China hoy, si desea liderar al mundo, tendrá que ofrecer más que dinero e intimidación. La libertad todavía es importante. ¿Por qué otro motivo erigirían los estudiantes chinos una Diosa de la Democracia de diez metros de altura durante su manifestación en la plaza de Tiananmén en 1989? China será incapaz de promover esa causa a escala mundial si no empieza primero por su propia casa.

Traducción al español por www.Ant-Translation.com

El último libro de Ian Buruma es A Tokyo Romance: A Memoir [Romance en Tokio: una autobiografía].

Copyright: Project Syndicate, 2020. www.project-syndicate.org

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Ian Buruma
Ian Buruma
Escritor, académico y analista internacional de múltiples medios de relevancia mundial. Analista de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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