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El dulce aroma de los “subsidios”

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Con motivo de las vacaciones de la Semana Santa, los dirigentes del Congreso Nacional decidieron repartir a diestra y siniestra los dineros públicos. Entregaron la suma de cincuenta mil lempiras a cada uno de los diputados propietarios y una suma menor a los diputados suplentes. Algunos no lo recibieron, ya sea porque no consideraron correcto el procedimiento o porque sintieron el tufillo de la corrupción que lo rodea, mientras que otros decidieron devolver el generoso sobre recibido, una vez que se desencadenó un pequeño escándalo en torno al asunto.

El presidente del Congreso Nacional defendió públicamente la entrega del dinero, alegando que se trata solamente de subsidios, es decir pequeñas asignaciones económicas para que los honorables legisladores puedan oficiar como mecenas salvadores en sus respectivas comunidades. Algo así­ como una generosa ayuda para que los diputados puedan solventar pequeñas necesidades de sus votantes y, de paso, mantener activas y funcionales sus propias redes clientelares y proselitistas. O sea, en pocas palabras, utilizar el dinero público para fines más bien privados. Eso se llama corrupción.

Es la vieja historia que se repite con insolente frecuencia. El funcionario ignora, por conveniencia propia, los lí­mites que separan lo público de lo privado en la sociedad. Con malicioso cálculo, convierte esos lí­mites en gelatinosa frontera, una lí­nea oscilante que se mueve hacia los lados que más convienen al improvisado titiritero, el que mueve los hilos a su gusto y, por esa ví­a, acomoda y reacomoda las partidas normales o especiales del presupuesto nacional. Y así­, mediante estas truculentas maniobras, los dineros del Estado, asignados para cumplir con las funciones normales de la administración gubernamental, se convierten de pronto en dineros privados, acumulados en las cuentas individuales de los beneficiarios o simplemente invertidos en sus gastos personales. Algunos periodistas, que tienen razones para saberlo, denominan a estos actos “operación pescado seco”, una forma un tanto grotesca para calificar la práctica casi oficial de repartir dineros públicos a fin de que los receptores puedan disfrutar mejor de las vacaciones veraniegas. El Estado premiando a sus funcionarios y amigos con los dineros de la nación entera.

Al parecer, lo que llamó más la atención en este caso fue el hecho de que los diputados de la oposición también fueran beneficiados con la alegre repartición de los dineros públicos. Cuestionados que fueron, algunos hicieron verdaderos malabarismos lingüí­sticos tratando de justificar lo injustificable. El vocablo “subsidio” fue el más utilizado para disfrazar la naturaleza del sospechoso regalo. La palabra “ayuda” resultaba insuficiente y hasta arriesgada para denominar al calculado gesto de los jefes parlamentarios. Los opositores beneficiados se vieron de pronto atrapados en una maraña de reproches, condenas y sospechas por parte de la población en su conjunto y de sus partidarios en especial.

El regalo mal llamado “subsidio” no fue una inocente y alegre generosidad súbita del presidente parlamentario. Más bien huele a celada, acción polí­tica calculada para premiar a los suyos y, de paso, embarrar perversamente a los demás. La oposición, si de verdad quiere funcionar como tal, debe ser opción, alternativa creadora, fuerza crí­tica y propositiva. Nunca furgón de cola del maltrecho tren oficialista, ni receptora de regalos envenenados que la contaminan y vuelven cómplice del derroche y la corrupción gubernamental. La oposición está obligada no solo a ser diferente, sino también a parecerlo, tal como se le demanda ser a la mujer del César.

Pero si la oposición es de izquierda, o se reclama como tal, la obligación es doble. La izquierda, más que una posición polí­tica ante los hechos, es también y debe ser sobre todo una ética, una actitud moral, una conducta. Desde sus orí­genes, la izquierda, en lo fundamental, ha sido eso y mucho más. Es cierto que también su historia está cargada de errores y tropiezos, pero, en lo esencial, la lí­nea roja que identifica su conducta se ha mantenido invariable y constante. Y es importante que siempre siga así­.

Los legisladores de la oposición que recibieron el sobre envuelto en el aroma del veneno disfrazado, deberí­an haberlo pensado dos veces. Sus electores votaron por ellos, esperando una conducta distinta, confiados en que los elegidos podrí­an hacer la diferencia al convertirse en celosos defensores de la transparencia y de los mejores intereses de sus votantes. No los escogieron para ser bailarines de esa fiesta ni para compartir con el oficialismo el reparto vergonzoso del botí­n del Estado.

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Víctor Meza
Víctor Meza
Escritor y catedrático hondureño; columnista, politólogo y analista de la realidad latinoamericana

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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