La necesidad de creer en algo o en alguien parece sernos inherente. Basta observar la cantidad de templos e iglesias que pueblan nuestro territorio. Desde tiempos ancestrales, nuestros antepasados veneraban al sol o a la luna como deidades, y luego, bajo el yugo de la conquista, la cruz nos fue impuesta con la espada, y aprendimos a creer en ella de igual forma. A lo largo de la historia, figuras de poder —ya sean religiosas, políticas o intelectuales— han ocupado ese lugar en el altar de nuestras creencias. Nos inspiran, nos definen y, casi inevitablemente, nos decepcionan. Este endiosamiento, lejos de liberarnos, nos ata, nos esclaviza emocional e intelectualmente, anulando nuestra capacidad de cuestionar a quienes colocamos en un pedestal.
En una reciente conversación con amigos, todos académicos, educados y críticos de la realidad, surgió un tema aparentemente trivial: la frustración por no poder disfrutar de una cerveza y luego conducir sin temor a ser multados. Uno de ellos preguntó: ¿Por qué no puede ser como en España, donde hay un límite razonable de alcohol en la sangre? Lo que empezó como una crítica a la normativa rápidamente derivó en algo más profundo: el desencanto hacia los diputados y líderes políticos. “Yo no voy a votar por ellos”, afirmó uno con determinación. A lo que otro, con una ironía punzante, replicó: “Pero vos los pusiste ahí”. En esa simple frase se encapsula una verdad incómoda: semos nosotros, con nuestra necesidad de creer ciegamente en discursos y promesas, quienes alimentamos el culto a estas figuras, perpetuando así nuestro propio desencanto.
No es algo nuevo. Cuando “venía el cambio” con Mauricio Funes, muchos de los que hoy critican al partido en el poder fueron fervientes defensores de su gestión. Recuerdo, como adolescente, que lo admiraba profundamente. Sus entrevistas incisivas lo convertían en un periodista temido y respetado. Sin embargo, mi percepción cambió radicalmente el día que lo conocí mientras estudiaba portugués en el Centro de Estudos Brasileiros. No llegó allí para conversar con la mapachada, sino para ver a la guapísima Vanda Pignato, quien más tarde se convertiría en Primera Dama. La imagen que tenía de él como profesional íntegro se desmoronó: su altanería, el puro en mano, y su aire de superioridad me resultaron dolorosos. Fue una lección temprana sobre los peligros de idealizar a las figuras públicas.
Este ciclo de idealización y decepción se repite ccon nombres que van desde Martínez, Toby o Bill Gates hasta Salarrué, Barrios, Jimmy Swaggart o Dalton. Cuando nos enfocamos exclusivamente en lo bueno —o lo malo— de alguien, nos cegamos a la complejidad que define a cada ser humano. Ese afán de endiosar a las personas, de querer verlas como héroes o villanos absolutos, inevitablemente nos conduce a la desilusión. Mi madre suele decirme: “Dejá que la calle te dé la fama”, una máxima que me recuerda que el reconocimiento genuino no se obtiene a través de la autoindulgencia ni del afán de agradar a todos. Cuando los logros se te suben a la cabeza, el juicio se te nubla, las decisiones se precipitan y, tarde o temprano, la caída se vuelve inevitable.
El legado de Funes como el disruptor que acabó con 20 años de hegemonía de ARENA es innegable, pero los escándalos de corrupción y despilfarro también son parte inseparable de lo que recordaremos. Del mismo modo, Nayib Bukele ha roto con la lógica binaria de “izquierda” y “derecha” que durante décadas dominó la política salvadoreña. Ese cambio histórico es digno de reconocimiento, pero la insistencia en culpar a los “mismos de siempre” por todos los males del país no es suficiente para construir soluciones sostenibles. Aunque es legítimo señalar las deficiencias heredadas —pues los salvadoreños solemos tener una memoria corta—, también debemos preguntarnos: si antes se decía que éramos el patio trasero y los esclavos del imperio, ¿cuál será el costo que habrá que pagar con tanta inversión que está haciendo China en nuestro país “para un futuro compartido”?
La idolatría hacia los líderes políticos no solo los perjudica a ellos, sino también a nosotros como sociedad. Cuando los endiosamos, les negamos el derecho a ser humanos, a cometer errores, y nos privamos a nosotros mismos del deber de exigir rendición de cuentas. Sí, que devuelvan lo robado, sí, pero también que nos digan cuánto se recibe en las nuevas multas y en qué se va a gastar.
Si no reconocemos que tanto líderes como ciudadanos somos falibles, seguiremos atrapados en el mismo ciclo de decepción. La política no debería ser un concurso de popularidad ni girar en torno a héroes o villanos, sino centrarse en sistemas y estructuras que funcionen independientemente de las personas que los lideren.
En este contexto, es urgente desaprender. Debemos desaprender la necesidad de colocar nuestra fe en un único salvador y, en cambio, asumir nuestra responsabilidad colectiva en la construcción de un país mejor. Esto implica cuestionar, exigir y participar activamente, pero no desde la indignación ciega, sino desde una pensamiento crítico y propositivo. Si de verdad aspiramos a un cambio real, debemos aceptar que el poder no reside en una figura, sino en la capacidad colectiva de transformar nuestras circunstancias.
La verdadera libertad no llegará a través del endiosamiento. Llegará cuando aprendamos a ver a nuestros líderes como lo que realmente son: seres humanos imperfectos, sujetos a errores y responsables de sus acciones. Solo entonces podremos construir una sociedad donde el respeto mutuo y la colaboración reemplacen al culto a la personalidad. Solo así seremos verdaderamente libres.
Porque como dijo Jesús, “la verdad os hará libres”.