WASHINGTON, DC ““ Puede parecer que el presidente estadounidense Donald Trump no tiene mucho en común con el dictador norcoreano Kim Jong-un, pero sus tendencias autocráticas son más evidentes cada día que pasa. Planteos relacionados con el alcance del poder presidencial que en otros tiempos se hubieran considerado ridículos (constitucionalmente y según la práctica establecida) ahora se discuten como si fueran ideas normales.
Es posible que Kim encuentre en Trump (quien aun antes de que empiecen las conversaciones, ya le hizo el obsequio de ser el primer presidente estadounidense que se reúne con un líder norcoreano) un espíritu afín, al menos en comparación con sus antecesores. Pero los padres fundadores de Estados Unidos quedarían horrorizados si vieran en qué han quedado las ideas consagradas en la Constitución estadounidense. Decididos a no instituir otro rey, dieron al Congreso más importancia que a la presidencia, y lo pusieron primero en la Constitución, mientras que los poderes presidenciales se definen en el artículo segundo. Ahora Trump tiene en la mira un concepto esencial: que el presidente deba rendir cuentas a los ciudadanos.
El poder de la presidencia creció con los años, pero en la administración Trump el Congreso se volvió timorato y subordinado. Eso se debe a que los líderes del Partido Republicano (que controla la Cámara de Representantes y el Senado) le tienen miedo a la base electoral de Trump. No pueden darse el lujo de malquistarse con el 30 o 35% de estadounidenses que respaldan apasionadamente a Trump, ignoran sus transgresiones personales, toleran la degradación a la que ha sometido el discurso cívico del país, aprueban el trato brutal que dispensa a las familias inmigrantes y no ven con preocupación que esté dejando a Estados Unidos prácticamente aislado en el mundo.
Esa base constituye un porcentaje muy alto de los republicanos que votan en las primarias, donde se elige a los candidatos para la Cámara y el Senado. No sorprende entonces que los congresistas republicanos, temerosos de verse desafiados en las primarias del partido, sean renuentes a enfrentarse a esa base (algo que Trump viene cultivando). Mientras su base permanezca intacta, intacto seguirá en gran medida el poder de Trump.
Los pocos republicanos electos que han alzado la voz con firmeza contra algunas de las prácticas de Trump están entre los inusualmente numerosos legisladores en funciones que decidieron no postularse para la reelección. En su mayoría están cansados del profundo partidismo que infectó la política estadounidense, dejando al Congreso casi paralizado. Pero las reivindicaciones de poder del presidente se han vuelto tan extraordinarias que incluso algunos republicanos leales comienzan a inquietarse.
La furia contra la idea monárquica que tiene Trump de la presidencia estalló hace poco, cuando el New York Times reveló cartas de los abogados del presidente al fiscal especial de los Estados Unidos Robert Mueller, quien encabeza la investigación sobre obstrucción de la justicia y posible colusión entre el equipo de campaña de Trump y Rusia. Los abogados de Trump hicieron planteos asombrosamente amplios sobre la autoridad del presidente, y Trump tuiteó que estaba de acuerdo con varios de ellos, incluido que el presidente puede indultarse a sí mismo (con lo que anularía cualquier acusación legal en su contra). Por supuesto, los que propugnan esa autoridad (incluido Trump) se apresuran a insistir en que no habrá razones para emplearla.
Esta semana, el presidente de la Cámara Paul Ryan (hasta ahora un leal a Trump que permitió a una parte de sus seguidores republicanos llegar a extremos nunca vistos para obstaculizar la investigación de Mueller) conmocionó a Washington al declarar que no le parecía prudente que un presidente se indulte a sí mismo. Al parecer, Ryan quiso decir que sería mala idea desde lo político, no mala idea en principio.
Después de eso, Ryan, uno de los 44 representantes republicanos que se irán del Congreso al finalizar el mandato (y tal vez antes, si se cumple la voluntad de sus tropas más conservadoras que comienzan a inquietarse) emitió una declaración de independencia un tanto más audaz. Coincidió con el poderoso congresista conservador Trey Gowdy en el rechazo a la afirmación de Trump de que en 2016 el FBI infiltró espías en su equipo de campaña. Esta particular fantasía de Trump se basa en el hecho de que el FBI, como es práctica habitual, pidió a un informante prestar atención a vínculos sospechosos entre asistentes de campaña de Trump y algunas figuras rusas relacionadas con el régimen del presidente Vladimir Putin.
Los incesantes ataques de Trump al FBI, que destruyen carreras y desmoralizan a una institución crucial para la seguridad de Estados Unidos, fueron demasiado para Gowdy. Pero Trump ya había logrado presionar al subfiscal general que supervisa la investigación para que, contra todos los precedentes, compartiera información muy delicada con congresistas aliados, dándose por sentado que estos la retransmitirían a la Casa Blanca; esto es todo lo contrario a la idea crucial de que el Congreso ejerce la supervisión del ejecutivo.
Y los abogados de Trump argumentaron que sus poderes constitucionales son todavía más amplios. Afirman, por ejemplo, que el presidente puede poner fin a la investigación de Mueller en cualquier momento y por cualquier motivo. Además, sostienen que como la investigación depende efectivamente del presidente, no se puede acusar a Trump de obstruir la justicia, ya que no puede obstruirse a sí mismo. También insisten en que no se puede citar al presidente a comparecer ante un gran jurado, algo que están desesperados por evitar, no sea que su cliente (un mentiroso compulsivo y distraído) tenga que testificar bajo juramento, con riesgo de ser acusado de falso testimonio.
Pero la afirmación más estrafalaria la hizo el exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, que ingresó al equipo del presidente después de que se escribieron las cartas a Mueller. Giuliani afirmó que Trump podría haber matado al exdirector del FBI, James Comey, en la Oficina Oval sin que se lo pueda acusar formalmente. Según la tesis de Giuliani, sólo la Cámara de Representantes puede iniciar un proceso legal contra un presidente, mediante la figura de juicio político (impeachment), para que luego el Senado eventualmente lo condene por mayoría de dos tercios (67 senadores), lo que hace muy difícil llegar a una destitución. De modo que, por ahora, los asistentes de Trump están concentrados en garantizar que tenga los 34 senadores republicanos necesarios para conservar el cargo.
Nadie fuera de la investigación sabe qué pruebas acumuló Mueller y qué sigue buscando. En tanto, el presidente trata de debilitar la confianza pública en la investigación con ataques rutinarios, y hasta cierto punto eficaces, mientras no deja de buscar pelea con los aliados más cercanos de Estados Unidos y mostrarles simpatía a los autócratas del mundo.
Las afirmaciones de Trump respecto del alcance cuasimonárquico de su poder no las hace por inocente, sino porque está aterrorizado y cada vez más desesperado. En tanto, los estadounidenses aguardan a que más republicanos se atrevan a alzar la voz.
Traducción: Esteban Flamini
Elizabeth Drew es editora y columnista en The New Republic. Su libro más reciente se titula Washington Journal: Reporting Watergate and Richard Nixon”™s Downfall [El diario de Washington: Watergate y la caída de Richard Nixon].
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