viernes, 26 abril 2024
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El bicentenario desde una perspectiva insurgente

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Para este 15 de septiembre de 2021, bajo una nueva división política radical —control ejecutivo, bitcoin, persecución de oponentes, jueces destituidos, reelección posible.

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En San Salvador, las manifestaciones del 15 de septiembre confirman la hipótesis de un conflicto fundacional como principio recurrente de la nación salvadoreña. No existe una gesta heroica ni una conmemoración.

En cambio, prevalecen las discrepancias por imponer un modelo de gobernar unilateral, sin un consentimiento expreso de las otras partes que componen el país. De aplicarla bajo un justo enfoque crítico actual, tres miembros fundadores del Ateneo de El Salvador —José Dols Corpeño, Abraham Ramírez Peña y Adrián M. Arévalo— aportan una visión trágica de la independencia. La perspectiva la califico de “crítica actual”, ya que el anti-imperialismo nacionalista del Ateneo no lo refrenda un indigenismo en apoyo decisivo de la revolución mexicana (1910). No hay una defensa de las tierras comunales y de las lenguas indígenas salvadoreñas, ni una posición marxista en apoyo de la revolución soviética (1912).

Mientras con anterioridad a ellos Alberto Masferrer (1901) asegura que jamás debe confundirse el concepto abstracto de “libertad” con la independencia política, Dols Corpeño reitera la inexistencia de un proceso popular independentista. A la vez, añade el destino trágico que deriva de esa falta de intervención del pueblo mismo. En una independencia impuesta desde arriba —sin arraigo en la gesta de 1811— sobresalen el caudillismo y las guerras sangrientas por establecer un modelo único de gobierno, sea federal o central. De Manuel José Arce (1825) a Francisco Morazán, una década después, la “agonía sangrienta” expresa el fracaso de toda idea de verdadera libertad. Por ello, Dols Corpeño concluye que el siglo XIX lo define un fratricidio sinfín, del cual se desconoce “quién es Caín, quién es Abel”. Se ignora quién es el traidor, quién es el héroe. “¿No veis cómo se matan hermanos con hermanos?”.

Ramírez Peña continúa la reseña dramática de “estragos” bélicos al documentar cómo el descalabro de Morazán (1840-1842) lo prolongan las matanzas de guatemaltecos y salvadoreños, bajo el comando de Rafael Carrera y de Gerardo Barrios. Sin detallar ahora la explicación, expone la “mortandad” en “Coatepeque (1863)” donde “el hermano mató al hermano, el padre al hijo”, viceversa, y luego la masacre se celebra “en aras de la patria”. No extraña que Alejandro Dagoberto Marroquín (1974) atribuya el declive de la población náhuat de Panchimalco, al reclutamiento forzado de la población indígena para las guerras fratricidas del siglo XIX. Según José Antonio Cevallos (1891), Anastasio Aquino se rebela contra ese enganche fatal de su propia gente, entre otras razones. El anonimato de los muertos en combate descifra a quienes les corresponde el emblema de fundadores de la república.

Por último, Arévalo refrenda “la tremenda cacería” durante ese siglo independiente. La denomina “el reino de los cuervos”. Insiste en que la nación salvadoreña se halla seccionada en bandos enemigos que se combaten a muerte. Es el único autor que anota la ausencia de la mujer en las posiciones administrativas de prestigio, relegada al área doméstica, pese a su participación en las guerras intestinas. Ella preserva el recuerdo de loa muertos. A quienes se dediquen a “velar las tumbas” de las víctimas, les predice el mismo ex/in-silio que le depara a la mujer (in-silio = exilio interior o en lo privado). Acaso ella representa el destino migrante de la identidad salvadoreña, carente de una ciudadanía plena.

En este trío de escritores, toda búsqueda de héroes clásicos resulta inútil, ya que la independencia ocurre como acto involuntario, en extraña caída por accidente de una “fábula liberadora” (Dols Corpeño). El legado independentista provoca matanzas exageradas, cuyos “cadáveres” no reciben aún el respeto ni la conmemoración que se merecen. El olvido recubre la memoria de “las pirámides de calaveras” (Dols Corpeño) que celebra a próceres inventados por una religión laica cívica. Pero, los cadáveres sin nombre abonan la flor (Anthos) de la cual retoña la Matria salvadoreña.

Para este 15 de septiembre de 2021, bajo una nueva división política radical —control ejecutivo, bitcoin, persecución de oponentes, jueces destituidos, reelección posible…— ojalá no se repita el descalabro independentista. Así lo prediría “la faz revolucionaria de nuestra historia” (Masferrer), en la cual la re-volución sinódica despliega su sentido original como el giro cíclico de los astros. Pese a los obstáculos —con o sin libertad— dos siglos de independencia deberían enseñar la necesidad del diálogo, en vez de la exclusión o la muerte de la diferencia. Es necesaria la distribución de poderes para la vida en democracia. Es necesaria la existencia de varias interpretaciones válidas de los mismos hechos, como premisa de todo debate. De lo contrario, persiste el lema dictatorial de control único en lo político y, en lo académico, la negativa de toda discusión y la falta del derecho de respuesta. No hay democracia independiente sin libertad de expresión disidente —juzgada de errónea— ni autonomía de poderes estatales, unificados por igual objetivo totalizador.

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Rafael Lara-Martí­nez
Rafael Lara-Martí­nez
Investigador literario, académico, crítico de arte. Salvadoreño, reside en Francia. Columnista de ContraPunto.

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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