Por Benjamín Cuéllar
Defender derechos humanos con autenticidad y coherencia no es fácil. Y cuando quien lo hace arranca desde el sufrimiento propio, por haber sido víctima directa 4de un agravio a su dignidad o ser pariente de alguien que lo fue, la situación es más compleja; sobre todo si se inicia con la búsqueda de un ser querido cuya desaparición forzada y la falta de resultados en tan doloroso viacrucis, desmoralizarían y enterrarían en vida a quien –por el contrario– hace de su pérdida individual causa común, dentro de una región desigual adonde los males sociales son pan de cada día para las mayorías populares.
Ejemplos de esos abundan, destacando los comités de madres que no cejan en luchar contra corriente para encontrar a sus parientes que les arrancaron de su lado. Entre estos surgieron y se mantienen los de las mujeres salvadoreñas víctimas de semejante salvajada. A ellas las animó a organizarse, apoyó en su andar y defendió hasta el martirio monseñor Óscar Arnulfo Romero; en su legítima batalla por esclarecer el paradero de sus víctimas amadas y lograr la escamoteada justicia, de igual manera las acompañaron María Julia Hernández y Marianella García Villas.
Meritorio ejemplo, pues ni nuestro santo patrono de los derechos humanos ni estas dos valiosas y valientes defensoras de su prójimo ultrajado fueron, que yo sepa, familiares de una o más víctimas directas de los hechos que enlutaron a nuestra sociedad durante –sobre todo– las décadas de 1970 y 1980. Pero, como dije, hay quienes trascienden del sufrimiento individual al colectivo y animan, asisten, confortan y hacen suya la determinación de sus iguales en idéntico tormento.
Una acaba de partir de este mundo sin haber encontrado a su joven hijo, Jesús Piedra Ibarra, capturado en la ciudad de Monterrey por integrantes de un escuadrón adscrito a la Dirección Federal de Seguridad; desde ese día, 19 de abril de 1975, su madre hizo durante 47 años hasta lo imposible para encontrarlo. No lo logró, pero fue plantando por todo México semillas de organización y esperanza entre las familias que –como la suya– habían sufrido y sufren por el desarrollo impune de tan cruel método impulsado por grupos de poder para deshacerse de sus “enemigos”, reales o imaginarios, diseminando además el terror principalmente entre la población que habita entornos de “los de abajo”.
Así, Rosario Ibarra de Piedra junto con un grupo de madres y familiares fundaron el Comité prodefensa de presos, perseguidos, desaparecidos y exiliados políticos el 17 de abril de 1977; luego fue conocido como Comité Eureka, cuyos esfuerzos habían conseguido –hasta finales del 2019– rescatar con vida de las garras gubernamentales a casi 150 personas. Un grupo de mujeres militantes del mismo se plantó, el 28 de agosto de 1978, ante la catedral metropolitana en el entonces Distrito Federal para comenzar su primera huelga de hambre; como resultado de esta y otras acciones de protesta, ocupando un espacio vetado para ello, ese mismo año aprobaron una amnistía mediante la cual liberaron a alrededor de 1500 personas detenidas por razones políticas y fue posible que cerca de 60 retornaran del exilio obligado por la persecución oficial.
Doña Rosario es la primera mujer de México postulada como candidata a la Presidencia de la República en 1982; repitió en 1988. Asimismo, fue diputada y senadora; también candidata al Premio Nobel de la Paz en cuatro ocasiones. El 12 de febrero del 2019 la galardonaron con la medalla al Mérito Cívico “Eduardo Neri, legisladores de 1913”. El 23 de octubre de ese mismo año el Senado de la República entregó a su hija la medalla “Belisario Domínguez”, quien leyó ante el pleno el discurso de su madre.
“Nosotros entonces supimos –afirmó la homenajeada– que no podíamos buscar a los nuestros sin pelear también sus batallas. Teníamos los mismos motivos y las mismas justas razones para hacerlo. No tomamos las armas que defienden o hieren los cuerpos, pero usamos en su lugar todo lo que pudimos y tuvimos a nuestro alcance para arremeter contra las conciencias, para sacudirlas, para indignarlas… Para marcarlas con la impronta de la rebelión contra la injusticia”.
Así resumió la dimensión política que entraña defender derechos humanos. Por eso la calumnió la llamada “dictadura perfecta”: la de los regímenes civiles “priistas” electos en las urnas que, apoyados en el ejército, fueron responsables de esas y otras atrocidades. Acá en El Salvador ocurrieron también, pero con Gobiernos militares. Ahora vivimos una realidad que se va asemejando a ese mal ejemplo mexicano; ello nos plantea un desafío: seguir el buen ejemplo de doña Rosario.