lunes, 6 mayo 2024
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Digresión sobre lenguaje inclusivo

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Parecerí­a curioso: quienes se empeñan en desacreditar el uso del lenguaje inclusivo son, la mayorí­a de veces, hombres.

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Parecerí­a curioso: quienes se empeñan en desacreditar el uso del lenguaje inclusivo son, la mayorí­a de veces, hombres. Y más aún: poco o nada de formación poseen en teorí­a de género. Y recalco: parece curioso. Pero no lo es. Por supuesto que es algo a veces demasiado obvio. La deconstrucción de los modelos patriarcales de género, en los que a hombres y mujeres se nos sumerge incluso desde antes de nacer, es mucho más difí­cil en el caso de los sujetos que se encuentran en una situación privilegiada de poder.

Normalmente, se desacredita el lenguaje inclusivo porque se considera innecesario, porque vuelve ininteligible un mensaje o porque resulta pesada su escritura. Ninguna de estas razones me parece convincente. Es necesario: nombra explí­citamente a las mujeres. Sabiéndolo usar no vuelve confuso nada: economí­a del lenguaje no tiene por qué significar reducción. Tampoco es algo que sea particularmente difí­cil; tal argumento parece responder más a una cuestión de pereza mental, pues evitar un uso sexista del lenguaje es algo que poco a poco se desarrolla hasta volverse algo casi automático.

Otros dicen que es una moda. Pero esa es otra de las imbecilidades que, ahí­ sí­, se han puesto de moda para desacreditar un fenómeno polí­tico que no comprenden. También la justicia, los derechos humanos, la igualdad y la lucha contra el racismo, han sido catalogadas como modas. Desde su posición de yupis conscientes, de jipis trasnochados o de sociólogos de tuiter, su comprensión de la realidad no va más allá de considerar toda reivindicación social como una moda, por más que sea legí­tima.

La generalización sobre el género gramatical masculino tiene su origen en el corte androcéntrico de la cultura occidental, que permea por supuesto la forma y uso del lenguaje. Al ser el hombre, el varón, el rasero impuesto de la perfección del ser humano, puede establecerse la medida de su situación y desarrollo particular como expresión de la situación y desarrollo de la humanidad en general. Pero además, el lenguaje, como mostración reflexiva de lo real, deberí­a dar cuenta de aquello que existe. Al Invisibilizar a las mujeres sobre la base de una generalización por sí­ misma excluyente, se niega la existencia de la mujer como sujeto social e histórico.

El lenguaje y su uso están empañados por la historicidad que las palabras llevan a sus espaldas. La invisibilización de las mujeres en la lengua, que no se reduce al uso de un determinante para hacer generalizaciones, tiene una larga data. Montada sobre el androcentrismo, la invisibilización en el lenguaje se corresponde ““sin que haya una causalidad uní­voca- con la invisibilización social y polí­tica de las mujeres. Ya en el primer libro de su Polí­tica, Aristóteles pretendí­a que la mujer carece de capacidades, de aptitudes, incluso de una moral y una disposición espiritual acorde con las exigencias de la vida social y polí­tica. La mujer era objeto de dominio; carecí­a de toda posibilidad de participar en la vida pública. Por tanto, tampoco era necesario nombrarla. Si Aristóteles, uno de los grandes referentes filosóficos de occidente hasta hoy y una de las autoridades incuestionables de la escolástica medieval, daba por ciertas y supuestamente verificadas tales burradas, no es extraño que en esta época posmoderna y barata cualquiera aduzca ciertos tecnicismos para intentar sustentar posturas, quiérase o no, discriminatorias al fin y al cabo.

En las ciencias sociales, la influencia del lenguaje en la reflexión acerca de la realidad es algo que se sabe desde hace mucho. Las categorí­as que remiten a ciertos aspectos de la realidad configuran la forma de conocer e interactuar con esa realidad. De ahí­ la diferencia entre las distintas escuelas filosóficas, entre la economí­a neoclásica y la economí­a polí­tica, entre sociologí­a tradicional y teorí­a crí­tica, entre psicologí­a conductista y psicologí­a social, por sólo mencionar algunos ejemplos. El lenguaje no es neutro en este sentido, pues de por sí­ encarna una lógica (estructural y funcional) que responde a relaciones sociales determinadas; de forma multí­voca, esa lógica del lenguaje propicia el mantenimiento o la transformación de dichas relaciones sociales.

¿El uso del lenguaje no tiene connotaciones polí­ticas? Quizás en la Matrix o en Macondo no las tendrí­a. En el mundo real, vale ser un poco menos ingenuo. En los albores de la revolución francesa, Olympe de Gouges hizo algo bien simple: a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano contrapuso la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Algo simple pero muy profundo y necesario. La polí­tica la mandó al patí­bulo. Y como ese ejemplo hay muchos, la mayorí­a siempre silenciados, invisibilizados, desacreditados, casos que hasta hace relativamente pocos años la historiografí­a feminista ha logrado recobrar del olvido.

¿Es el lenguaje omní­modo y estático? No. Por eso, aducir que la RAE proscribe una u otra cosa, no deberí­a ser un argumento sobre el cual montar la defensa de un uso masculinizado del lenguaje; no sólo porque existe un í­mpetu histórico que obliga a una “actualización” del lenguaje, sino porque además la RAE no posee el monopolio del idioma español. Lo más sensato, creo, es no depositar en la RAE, como en ninguna instancia que encarne autoridad, una fe ciega que intente opacar los í­mpetus de reivindicación de los grupos marginados, apelando a grises normatividades cuya fecha de caducidad probablemente sea cercana.

El uso del “las y los”, “todas y todos” y demás, no soluciona las problemáticas esenciales de las mujeres. Eso es obvio. Para saber eso no se necesitan cuatrocientos centí­metros cúbicos de cerebro. No obstante, no faltan quienes se escudan en ello para hacer una apologí­a de un elemento que contribuye a mantener vigentes ciertos esquemas de dominación. La acuñación durante el siglo XIX de categorí­as hoy por hoy fundamentales para el análisis social, aún no revierte las situaciones de injusticia económica, social y polí­tica presentes en el mundo. Pero da mejores herramientas para conocer, comprender y consecuentemente actuar frente a esa realidad. Asimismo, la visibilización lingí¼í­stica de las mujeres abona a un objetivo mayor, sin agotarlo, como es no menoscabar su calidad de agentes históricos.

Esta lucha en el plano de lo formal, en el plano del lenguaje, es sólo un escaño de las luchas de las mujeres en este mundo de desigualdades. Habrán de ganar esta batalla. Tarde o temprano y quizás más tarde que temprano, pero llegarán. Ojalá como hombres tuviéramos menos prejuicios para sumarnos solidariamente a este proceso emancipatorio completamente digno.

(*) El autor es miembro del Colectivo de Estudios de Pensamiento Crí­tico (CEPC).

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Alberto Quiñónez
Alberto Quiñónez
Colaborador de ContraPunto

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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