martes, 16 abril 2024
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De lecturas y calenturas

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A uno de los flamantes y honorables diputados se le ocurrió uno de estos dí­as proponer la lectura de la Biblia en las aulas del sistema educativo nacional. No es la primera vez que a alguien se le ocurre idea semejante. En el reciente pasado, un viejo lí­der parlamentario liberal, hombre ligado para colmo a las tareas educativas, propuso algo parecido. Esta vez el proponente es un lí­der parlamentario nacionalista, lo que nos indica que falsos liberales y verdaderos cachurecos no son más que conservadores de pura cepa, cuya única diferencia es la dirección postal. Dos alas, una roja y otra azul, del verdadero partido conservador.

El asunto de la religión, en el contexto del Estado de derecho y la democracia, es un asunto demasiado serio e importante para dejarlo en manos de simples diletantes. Requiere conocimiento, convicción democrática, espí­ritu tolerante y abierto al libre pensamiento. Es preciso conocer un poco siquiera de la historia del laicismo en tanto que movimiento ideológico y cultural que aboga por la vigencia plena de la laicidad. Si el Estado hondureño, tal como lo establece la Constitución, es un Estado laico, quiere decir que es un Estado abierto y tolerante hacia todas las manifestaciones religiosas, incluyendo aquellas que como el agnosticismo o el ateí­smo niegan valor o ponen en duda los dogmas de la Iglesia. La tolerancia es la piedra fundamental para erigir un Estado laico de verdad. Los Estados confesionales privilegian una determinada religión y suelen confundir las leyes con los dogmas. De esa forma, aun sin proclamarlo, imponen un régimen de discriminación hacia aquellas religiones que, por distintas razones, no cuentan con la venia y el respaldo estatal.

El Estado laico, en cambio, por su propia naturaleza ecuménica, está obligado a tolerar, a saber convivir con diferentes tendencias confesionales, sin privilegiar a ninguna ni discriminar a nadie. Esa posición de discreta distancia le permite estimular el pluralismo, religioso o no, como manifestación concreta de la libertad de conciencia de los ciudadanos. Porque, en verdad, lo que está en el trasfondo de todo este asunto es el gran tema de la libertad, la libertad de conciencia concretamente. Esa libertad que permite potenciar las mejores facultades de la condición humana y estimula el libre pensamiento y la creatividad desbordada de los seres humanos. Sin libertad de conciencia no hay libertad en general y, por lo mismo, no hay democracia ni hay Estado de derecho posibles.

Podemos darnos cuenta, entonces, cuántas cosas están en juego al discutir sobre el estado de laicidad como sistema y el potencial contenido en el laicismo, como movimiento y método. La combinación armoniosa del laicismo con la laicidad deberá conducirnos a un estado de tolerancia y pluralismo religioso y filosófico, sin el cual no es posible la convivencia en democracia. Si queremos ser un Estado laico de verdad, debemos empezar por aprender a tolerar a los demás y a respetar sus ideas y predilecciones espirituales. El otro, suele decirse, no es un lí­mite ni un obstáculo; es solamente una oportunidad de convivencia-

Y, como ya se sabe, el que tolera, escucha, y el que escucha comprende. Así­ se construye sociedades realmente plurales y tolerantes. El otro camino, el de la imposición religiosa en este caso, no nos conducirá más que a la división y el recelo mutuo, cuando no al odio y la exclusión. Es eso acaso lo que quieren esos señores que, desde la tribuna del parlamento, proclaman y abogan por el determinismo religioso y el pensamiento único, prepotente y excluyente.

No debemos permitir que la sociedad hondureña, que avanza con tanta dificultad y tanto tropiezo, empiece otra vez a retroceder o a caer en el inmovilismo improductivo, ese mismo que nos mantiene, hoy por hoy, en el furgón de cola del tren de la historia.

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Víctor Meza
Víctor Meza
Escritor y catedrático hondureño; columnista, politólogo y analista de la realidad latinoamericana

El contenido de este artículo no refleja necesariamente la postura de ContraPunto. Es la opinión exclusiva de su autor.

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