Entre la dignidad soberana y la tradición entreguista.
¿Por qué si Estados Unidos tiene un plan geopolítico de desarrollo para la región, debe recurrir a la misma oligarquía atrasada de siempre y no a sectores más democráticos? Pues porque la oligarquía es el único interlocutor organizado que tiene en el país. Ni la pequeña ni la gran burguesía no-oligárquicas, ni las capas medias asalariadas, han sido capaces de crear un instrumento político alternativo a la hegemonía feudal, racista y de raído pedigrí colonial de la inculta élite intrafamiliar oligárquica.
La izquierda rosa ―esa que se justifica diciendo que por fortuna los intereses de Estados Unidos coinciden en este momento histórico con las aspiraciones democráticas de Guatemala, y que por eso apoya ―junto a los neoliberales y los oligarcas― el Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica ―siguiendo con ello la tradición entreguista de los políticos clasemedieros locales (excepción hecha de Arévalo, Arbenz, Colom Argueta, Fito Mijangos y otros)―, no opta por crear ese instrumento político alternativo, sino por pegársele al poder reaccionario en nombre de la realpolitik y de la retórica posmoderna de hacer una revolución cultural y moral anulando al Estado y fortaleciendo la alianza oligárquica con el capital corporativo transnacional. Y, además, trabajando para el actual gobierno mediante cuadros incrustados en él, con lo que ya se vio obligada a renunciar a su amada indignación placera.
Por su parte, las capas medias que se oponen a que el éxito de la economía se mida por la cantidad de mineras, cementeras, hidroeléctricas, palma africana y caña de azúcar en el territorio, y que la seguridad interna se agote en legiones de soldados cuidando estas inversiones y atajando a migrantes salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, se encuentran dispersas y no se esfuerzan por reunirse para crear un instrumento político alternativo que nos permita dialogar con nuestro vecino y socio inevitable en términos de mayor dignidad y soberanía nacionales. Las organizaciones campesinas que son capaces de poner a miles de personas en la calle sin financiamientos externos, y que ya tienen incluso un plan de país y de gobierno, no se han pronunciado según el papel histórico que les toca jugar en esta coyuntura, a saber, liderar un movimiento nacional-popular convergente, que aglutine a pequeños y grandes empresarios no-oligárquicos, capas medias asalariadas, estudiantes, indígenas, mujeres y sectores populares urbanos y rurales, no para oponerse frontalmente al designio geopolítico regional, sino para convertirnos en interlocutores válidos frente a él, en términos de soberanía y dignidad nacionales.
Es necesaria una fuerza política que actúe en lo local con visión global, tal como en la región lo hacen ―cada uno a su manera― Nicaragua y Costa Rica, y superar la chata visión localista según la cual todo lo que aquí ocurre se mueve en una burbuja aislada y sin vínculos con el juego de poder de las potencias que protagonizan la multipolaridad global que vivimos. No se trata de conspirar contra Estados Unidos, sino de romper la hegemonía y la dominación oligárquica en razón de una democratización posible del capitalismo local, impulsando la pequeña y mediana empresa, la igualdad de oportunidades, la libre competencia, el control de monopolios y el pago equitativo de impuestos. Para ello, debemos manejar el Estado volviéndolo eficiente, probo y pequeño, pero muy poderoso.