martes, 16 abril 2024

CUENTO | El secreto del capitán Almanaque

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El texto de Amndré Renterí­a fue galardonado con el segundo lugar en el certamen de ciencia ficción "Ray Bradbury" del Departamento de Letras de la Universidad de El Salvador (UES)

   ─¡Oh, Dios, es tan enorme! ─dijo inconsciente el capitán mientras dormí­a en el camastro del hospital. La enfermera, que hací­a la ronda de la noche, lo observó a la luz tenue de una lámpara fluorescente instalada sobre una mesita. El capitán tení­a una barba espesa llena de canas, la piel enrojecida y de su frente brotaban diminutas gotas de sudor. La cálida temperatura del trópico inundaba la habitación y el ventilador de hélice colgado en el techo poco podí­a ayudar.

     La enfermera leyó el expediente clí­nico: capitán Alejandro Bermúdez. Edad 67 años. Sobreviviente de un naufragio. Presenta insolación, deshidratación severa y la pérdida de la conciencia.

    Minutos antes de recibir el turno, a la enfermera le informaron que en una de las alas del hospital atendí­an al experimentado capitán de un barco que habí­a sido rescatado de altamar en estado crí­tico. Hasta entonces no se habí­a encontrado a su embarcación ni al resto de los tripulantes, pese a la intensa búsqueda de la guardia costera. Las autoridades creí­an que ya no habí­a más sobrevivientes, así­ que abandonaron la misión.

    La mujer joven de tez morena, que iba vestida con su impecable traje blanco, supervisó el nivel de suero enganchado en el extremo del tripié y luego observó la bolsa recolectora para ver si el paciente habí­a orinado. El abundante lí­quido acumulado era una buena señal de su recuperación. Después buscó en el carro parenteral una jeringa para hacerle la prueba de glucosa y electrolitos.

    ─¡Oh, Dios, sálvame, es tan enorme! ─volvió a decir el capitán entre dientes.

    “Debe estar delirando”, pensó la enfermera y continuó con su labor. Se acercó hasta el paciente y le tomó la temperatura con el dorso de la mano. Su piel estaba húmeda de sudor. La mujer se limpió la mano con una toalla y luego comenzó despertar al capitán sin movimientos bruscos. El capitán abrió los ojos y la miró asustado.

    ─Buenas noches ─le dijo ella─. Estoy haciendo la ronda. Voy a realizarle una prueba de sangre, ¿me permite? ─y sin esperar una respuesta le sujetó el brazo derecho.

     Aún contrariado, el capitán asintió con la cabeza y cerró los ojos para intentar recuperar las imágenes del sueño que estaba teniendo justo antes de que la enfermera lo despertara. El capitán tensionó su cuerpo cuando la enfermera le insertó la aguja en la vena cefálica del antebrazo.

    ─¿Cómo se siente, capitán? ─le preguntó ella con voz dulce para intentar distraerlo, pero él tení­a otras preocupaciones en mente.

    ─Señorita, ¿sabe a dónde está mi ropa? ─quiso saber el hombre que iba vestido con una bata de color gris.

    Ella guardó silencio, pero el capitán insistió:

    ─¿Sabe a dónde está mi ropa?

    La enfermera ignoró otra vez la pregunta y se apresuró a sacar la aguja del antebrazo.

    ─Eso  es todo ─dijo mientras le poní­a un trozo de algodón mojado con alcohol en el lugar donde insertó la aguja─. Usted se va a poner bien muy pronto, por ahora debe descansar.

     La mujer colocó la muestra de sangre en un tubo plástico y botó la jeringa en el recipiente de los desechos médicos. El capitán, que seguí­a con atención los movimientos de ella, escuchó por primera vez, a la distancia, el murmullo de las olas del mar. Sintió una profunda alegrí­a al saber que no se encontraba muy lejos de la costa.

    La enfermera agarró la manecilla del carro parental y se disponí­a a salir de la habitación cuando el capitán la sujetó por una de las muñecas. Ella sintió la fuerza de la mano callosa del capitán. Sin embargo, volvió su mirada hacia el hombre postrado en la cama sin ninguna intimidación.

    ─¿Sucede algo, capitán? ─le preguntó.

   Él  también la miró fijamente sin decir palabra. En lo profundo de sus pensamientos se preguntaba si era prudente o no contarle su secreto. Los  ojos del hombre parecí­an angustiados. Clamaban auxilio, piedad, indulgencia. La enfermera se percató en el instante de que el capitán tení­a atoradas las palabras en la garganta, así­ que intentó ayudarle a liberarlas.

    ─¿Qué es tan enorme, capitán? ─le preguntó ella.

    Él abrió los ojos satisfecho, como si hubiera deseado con todas sus fuerzas que le hiciera esa pregunta.

   ─Es  muy importante que se lo diga, señorita ─masculló después de meditar sus palabras─. Pero, antes dí­game una cosa, ¿a dónde está mi ropa?

    La mujer frunció el ceño.

    ─Está  bien resguardada ─respondió de forma frí­a y quiso zafarse de la mano del capitán para continuar con su trabajo en otras áreas.

   El capitán se percató de su intención y se apresuró a decirle:

   ─Pero es que necesito contarle algo”¦

   ─Lo escucharé con atención si me suelta la mano, por favor.

   ─Lo siento mucho ─expresó avergonzado el capitán y sin más demora liberó la mano de la enfermera.

   Ella  desplazó el carro parental hacia un costado y buscó en la habitación la  silla destinada para las visitas. La colocó junto a la cama y se sentó a  la par del paciente. El capitán tragó un poco de saliva y comenzó a decirle de forma serena:

   ─No sé si usted lo sabe, pero yo soy pescador, toda la vida lo he sido. Me dedico a pescar camarones en el mar. Pero déjeme decirle, señorita, que esta es una faena cada vez más difí­cil. Con el paso de los años hemos encontrado en nuestras redes más basura que crustáceos. Se ha convertido en un mal negocio. Cada vez es más difí­cil encontrarlos y los gastos de operación son cuantiosos. A veces regresamos a tierra firme sin nada. Por esa razón muchos grandes pescadores de camarones abandonaron el trabajo. Yo mismo, en mi tripulación, solo me he quedado con”¦ ─el capitán guardó silencio unos instantes, se persignó y finalmente dijo─ el Bagre y la Anguila, dos grandes hombres, dos grandes marineros.

   ─¿El Bagre y la Anguila? ─preguntó extrañada la enfermera.

    ─Son”¦ ─El capitán volvió a guardar silencio y corrigió su primera palabra─. Eran mis dos fieles tripulantes.

    La  enfermera supo en el instante de que el capitán estaba consciente que no habí­a más sobrevivientes del naufragio, tal y como lo habí­a sospechado la guardia costera.

    ─Le decí­a, señorita”¦ perdón ¿Cuál es su nombre? ─preguntó el capitán.

    ─Lara.

    ─Lara. ¡Qué nombre tan bonito! ─afirmó sonriente─. El mí­o es Alejandro Bermúdez, pero usted puede llamarme capitán Almanaque.

    ─¿Almanaque?

   ─Así­  como lo escucha: Almanaque ─siguió sonriendo el capitán─. Ese apodo me lo pusieron unos marineros que me hicieron la inmerecida fama de que yo soy una persona muy instruida. ¡Buenos muchachos! Ojalá y esos pobres hombres hubieran conocido a mi padre, él sí­ era toda una eminencia. ¿Sabe? En honor a mi padre, el capitán Bermúdez, es que yo he decidido mantenerme firme en la pesca de camarones. Él me enseñó todo lo que sé, aunque debo reconocer que no soy ni la sombra de lo que él hizo. Mi padre navegó por los mares de Australia, Camboya, Indonesia, Chile, Colombia, Estados Unidos, Japón y por supuesto, El Salvador ─agregó Almanaque y Lara levantó las cejas sorprendida─. El mundo de los camarones es muy apasionante. ¿Sabe que en África Central llamaron a un paí­s Camerún por la abundancia de éstos crustáceos en los rí­os? ¿Interesante, no es cierto?, pero bueno, esa es otra historia. Le iba a decir que nos embarcamos en busca de camarones junto con el Bagre y la Anguila dos dí­as después de las fiestas de San Rafael Arcángel, esa famosa fiesta que hacen en el Puerto de la Libertad, ¿la conoce? ─la enfermera negó con la cabeza─ Bueno, abordamos el Prometeo, que es como”¦  â”€el capitán hizo una nueva pausa y finalmente agregó con un destello de  tristeza en su rostro─ que es como se llamaba mi barco, un tangonero, tipo florida.

    Lara  recordó que sus compañeras le habí­an dicho que la guardia costera tampoco habí­a encontrado ni restos de la embarcación. Hasta el momento todos los detalles del naufragio eran una incógnita que solo el capitán podí­a resolver.

    ─Nuestras jornadas adentro del mar se prolongan hasta cuarenta dí­as. Aunque, me veo en la obligación de  aclarar que la pesca de los camarones se hace durante la noche. El resto del dí­a nos dedicamos a otear y a calcular con el GPS a dónde podrí­amos conseguirlos, pero como ya le he dicho, cada vez es más difí­cil. De todas formas, ir de pesca es mi vida. Para mí­, navegar es como respirar. Yo creo que a usted le gustarí­a observar los amaneceres, las noches estrelladas, la estela que deja el barco a su paso, las decenas de pelicanos y otras aves marinas que nos siguen a la espera que  les convidemos algún pescado que se haya colado en nuestras redes. Deberí­a de verlo, Lara, es muy hermoso. Pero creo que otra vez estoy desviándome del tema ─dijo sonriendo.

    ─No se preocupe por eso, capitán ─respondió la enfermera sin perder el buen humor.

    ─Aquella  madrugada era como cualquier otra. Es decir, no habí­a nada de espectacular en ella. Habí­amos arrastrado las redes en el fondo del mar unas horas y pensé que ya era hora de sacarlas del agua para ver si habí­amos conseguido algo. No tení­a deseos de esperar a la mañana. Di las  instrucciones para que los tripulantes extrajeran las redes. El Bagre activó el motor de la polea y esta ronroneó. Poco a poco las redes fueron apareciendo húmedas. La Anguila y yo nos acercamos a babor para agarrar la bolsa. Para nuestra sorpresa tení­a un buen volumen. Gritamos de felicidad, esa vez habí­amos acertado en nuestros cálculos. El Bagre detuvo el motor y se acercó hasta nosotros para ayudarnos a mover el caño que sostení­a la red. Juntos la hicimos llegar a cubierta. Ahí­ estuvo suspendida la bolsa unos instantes, derramando una infinidad de gotas de agua salina. La Anguila se puso de rodillas para desatar el nudo de la red. Al hacerlo, todos los animales atrapados cayeron al piso. ¡Se puede imaginar nuestro gozo ante aquella gran pesca! Sin demora, nos pusimos a la labor de descarte, iluminados solo por un potente farol del Prometeo. No tardó mucho tiempo cuando, de repente, de  entre todos los camarones comunes aparecieron tres de ellos de considerable tamaño, un poco más grande que mi mano ─el capitán le mostró la palma a la enfermera, pero ella no reparó en el tamaño de la mano sino en la fuerza de la que era capaz de ejercer─. Tení­an un color azul y brillaban de una forma peculiar, como luciérnagas marinas. Eran muy hermosos. Usted, debe creerme. Yo no habí­a visto como ellos en toda mi trayectoria, ni tampoco en la época en que acompañé a mi padre. El Bagre y la Anguila dijeron lo mismo. Nuestra curiosidad era tal, que abandonamos la tarea de descarte. Pero justo cuando contemplábamos esos ejemplares en las manos, comenzamos a escuchar un horrible zumbido que intimidaba hasta el armonioso canto del mar. Aquel sonido weou, weou, weou, weou se acercaba cada vez más hasta nosotros y nos retumbaba en los oí­dos. Encendimos nuestras lámparas para alumbrar a la redonda, pero  no divisamos absolutamente nada. Al principio creí­mos que se trataba de  una embarcación averiada que habí­a perdido sus luces. Temimos embestirlos en la oscuridad, así­ que buscamos con angustia, pero no encontramos nada. Yo me dirigí­ a la cabina para informar a la base y pedir instrucciones. Tomé el auricular del radiotransmisor y llamé, pero  habí­a una extraña interferencia y no fue posible contactar con ellos. Intenté cambiar la frecuencia dos veces, luego apagué y encendí­ el radiotransmisor, pero tampoco fue imposible, la señal estaba barrida y únicamente hubo interferencia. En ese instante, la Anguila gritó de forma exasperada. Me pidió que llegara de inmediato. Mi corazón se estremeció porque su aullido fue espeluznante. Salí­ de la cabina a toda marcha, caminé al filo del estribor hasta llegar a popa. Les pregunté a los muchachos qué sucedí­a, pero ninguno de ellos me contestó. La Anguila  levantó su mano y señaló el cielo. Observé perfectamente como un enorme  manto de oscuridad vení­a tragándose el cielo. ¡Vaya si no era enorme!

    ─¿Qué era tan enorme, capitán? ─preguntó la enfermera.

    ─Weou,  weou, weou, weou silbaban las turbinas sobre nuestras cabezas ─continuó  Almanaque como poseí­do─. El agua estaba muy agitada, parecí­a que estuviéramos en medio de una tormenta. Nuestro barco se sacudí­a por las enormes olas que generaba el viento. De pronto se encendieron una serie de luces intermitentes de varios colores. No lo podí­amos creer, pero en ese momento nos dimos cuenta de que se trataba de una nave espacial, era  tal y como la describen esos investigadores de los fenómenos extraterrestres. Yo no podí­a dar crédito a lo que miraba. El sonido se hizo más agudo wuiu, wuiu, wuiu, wuiu, wa, wa wa, wa, fi, fi, fi. Luego se abrió una compuerta desde el centro de la nave y una columna de luz nos iluminó. Era potente. Entrecerramos los ojos para intentar adivinar qué era lo que sucedí­a. No demoró mucho tiempo para que dos siluetas aparecieran en la compuerta. Ambas figuras comenzaron a bajar muy despacio, como si flotaran. Yo me llevé la mano a la frente, a manera de  visera, pero fue imposible distinguir. Estábamos estupefactos. Al instante, las dos figuras estuvieron paradas en nuestro barco. La columna de luz se apagó y solo quedaron encendidas las luces intermitentes de la nave. Todo era tan confuso. Intenté adivinar qué era  todo aquello. Por mentira que parezca, no sentí­ miedo, solo estaba asombrado, atraí­do por el espectáculo. Un hombre que se enfrenta a la furia del mar puede encarar cualquier adversidad. En fin, eran unos seres extraordinarios, un poco más grandes que nosotros, iban cubiertos por unos trajes dorados, cascos de vidrio y calzaban botas y guantes de goma. Yo apenas pude distinguirles unos ojos negros saltones a través del cristal. Se comunicaron con nosotros por telepatí­a, me di cuenta de ello porque cuando comenzaron enviar sus mensajes, el Bagre, la Anguila y  yo nos miramos incrédulos.

    ─¿Y qué es lo que les decí­an? ─preguntó la enfermera contagiada por la misma exaltación con la que hablaba el capitán Almanaque.

    ─Nos  comunicaron que habí­an realizado un viaje interestelar hasta nuestro planeta para cultivar a esos animales en el Océano ─y señalaron a los curiosos camarones azules que estaban en el piso─,  a los que llamaron de una forma incomprensible para mí­. Sabí­an que los habí­amos sacado del mar por los impulsos eléctricos que emití­an. Los radares de la nave captaron las señales y el comando de rescate partió de inmediato en busca de ellos. Después nos comunicaron que esos crustáceos, poseí­an células compatibles con la de ellos.

    Almanaque interrumpió el relato para hacer una valoración que él consideraba oportuna.

    ─Estuve  pensando, Lara, que, a lo mejor, durante la explosión del universo esas  células debieron fragmentarse y que debieron viajar por rumbos distintos, varias de ellas debieron caer en nuestro planeta y otro tanto  en el suyo. ¡El mar es un precioso misterio!

    ─¿Qué  sucedió después? ─preguntó airada la enfermera y la interrogante sacó de su meditación al capitán, que pronto retomó el hilo de su historia.

    ─Luego  anunciaron que debí­an llevarse con urgencia a esos ejemplares a su planeta porque les servirí­a para tratarse los efectos de una radiación que estaba amenazando su existencia. Preparaban un antí­doto con ellos. Antes de que yo pudiera decir una sola palabra, el Bagre gritó enardecido que los extraños camarones eran nuestros, que nos habí­a costado conseguirlos y que significaban nuestra subsistencia y la de nuestras familias. La Anguila también se puso a la defensiva y agregó que seguramente tendrí­an un buen valor en el mercado. Yo intenté mediar,  pero los hombres estaban fuera de control. Los seres espaciales dijeron  que si no los entregábamos por propia voluntad se verí­an en la obligación de tomarlos por la fuerza. El Bagre sacó un filoso cuchillo y  se los mostró desafiante. Yo intenté bajar los ánimos caldeados, pero ambos bandos no entendí­an de razones. Por primera vez me sentí­ como un capitán sin autoridad. El Bagre blandí­a el cuchillo y lanzaba estocadas como un loco. Los seres espaciales retrocedieron dos pasos y se detuvieron temerosos al borde de la popa. El Bagre avanzó victorioso hacia ellos y los alentaba a tirarse al agua. Pero entonces se vino el desastre, la Anguila gritó para llamar la atención de todos. Volvimos la  mirada hacia él. La Anguila tení­a un camarón azul en su mano y con su propio cuchillo lo partió la mitad y se metió una rebanada a la boca. Los seres espaciales chillaron de una forma extraña al ver como la Anguila masticaba al animal y el jugo le salí­a por la boca. Uno de los seres espaciales habló en su idioma, al parecer al comando central, porque la compuerta de la nave se abrió al instante. La poderosa columna  de luz iluminó de nuevo la embarcación. El otro de los seres espaciales, el que parecí­a estar a cargo de la misión, ordenó a su compañero capturar a la Anguila y llevarlo a la nave para extraerle los residuos del camarón. El Bagre quiso detenerlos, pero el otro ser espacial se interpuso en su camino. Ambos comenzaron a forcejear en sobre la cubierta. Vi como la Anguila iba junto a uno de seres espaciales en el aire, como si levitaran. La Anguila lanzaba gritos y patadas, pero era imposible zafarse de la fuerza de atracción. Yo aproveché el descuido para agarrar los dos camarones azules restantes. Grité con los dos crustáceos alzados en ambas manos. El ser espacial a cargo del rescate de los camarones estaba ahorcando al Bagre. Amenacé con lanzar los camarones al agua si no le soltaba el cuello. Al ser espacial le fue indiferente mi advertencia y terminó de asesinar al Bagre con sus manos cubiertas por guantes de látex. Yo estaba horrorizado. Luego es ser espacial que habí­a asesinado al Bagre levantó la mirada hacia mí­, me observó con esos saltones ojos negros y se puso de pie con dificultad. Noté que tení­a una herida en un costado, causada por el cuchillo del Bagre. Caminó cojeando hasta mí­, podí­a escuchar sus quejas y su respiración alterada a través del cristal del casco. Me sentí­a acorralado, solitario y consciente de que mis fuerzas no eran comparables a los de estos seres que llegaron en la nave, así­ que opté por echarme por la borda con todo y camarones. Por alguna razón que todaví­a no comprendo no se lanzó al agua para seguirme. A lo mejor el agua salina debe causarles daño, de lo contrario ellos mismos buscarí­an sus cultivos de camarones en el mar ─valoró Almanaque─. Salí­ a flote todaví­a asustado. Entonces, las turbinas de la nave wuiu, wuiu, wuiu, wuiu, wa, wa wa, wa, fi, fi, fi volvieron a silbar con fuerza. El agua volvió a agitarse y provocaba grandes olas. El ser espacial que iba herido terminó de subir a la nave para unirse con su comando, atravesó la compuerta y ésta se cerró. Las luces intermitentes también se apagaron. Creí­ que era todo, que se llevaban a la Anguila secuestrada, que dejaron abandonado el cadáver del Bagre y que yo debí­a volver a bordo del Prometeo para avisar a la base, pero en ese instante”¦ ¡Oh, Dios! ─el capitán Almanaque comenzó a desesperarse y agitarse en la cama. Lara intentó tranquilizarlo, le sujetó la mano, pero el capitán estaba como poseí­do por la imagen de sus recuerdos─ ¡Oh, Dios, es tan enorme! ¡Oh, Dios, sálvame de esa explosión tan enorme! ─alcanzó a decir  el capitán antes de caer inconsciente de nuevo.

    La  enfermera, que estaba un poco alterada por el estado del capitán, le tomó el pulso y comprobó que se estaba estabilizando tras el desmayo. Estuvo unos instantes sentada junto a él supervisando su estado y solo salió de la habitación cuando creyó que todo habí­a vuelto a la normalidad. Aliviada empujó el carro parental por el pasillo del hospital. A su paso vení­a pensando en la historia del capitán. La razón intentaba convencerla de que todo se trataba de una locura, de un delirio, pero habí­a algo en su interior que le decí­a que todo el relato era verdad. No habí­a razón para que le mintiera. Su cabeza daba vueltas en el asunto una y otra vez, hasta que de pronto recordó que el capitán Almanaque le habí­a preguntado con insistencia a dónde estaba su ropa. Lamentó que por su alteración no tuviera tiempo de preguntarle por el interés de las prendas, así­ que decidió averiguarlo por cuanta propia. Aceleró el paso por el pasillo, llegó hasta el cuarto de enfermerí­a, abrió la puerta y entró. Buscó en los casilleros de los pacientes el nombre de Alejandro Bermúdez. Cuando lo encontró, extrajo sus pertenencias: unas botas de goma blancas, una camiseta de algodón amarilla y un overol de mezclilla. Este último tení­a un peso significativo. La enfermera palpó y sintió que las bolsas estaban voluminosas. Sus latidos se aceleraron. Se apresuró a meter la mano en cada una de las bolsas y sintió dos objetos pegajosos. Su corazón saltó en el pecho. Los sacó con rapidez y los extraños camarones brillaron en sus  ojos. “El Capitán tení­a toda la razón”, pensó, eran unos crustáceos increí­bles. La enfermera los estaba contemplando asombrada, cuando de pronto comenzó a escuchar un extraño sonido, como si un motor estuviera funcionando a toda velocidad. Era un sonido potente. Lara se asomó a la ventana para ver si se trataba de una emergencia en el hospital, algún incendio que los obligara a evacuar pero ante sus ojos solo se mostró una columna de luz que bajaba desde una nave espacial, llena de luces intermitentes. Entonces, Lara de forma  involuntaria sujetó con fuerza los camarones en sus manos.

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