viernes, 12 abril 2024

Cruzando el rio la Barranca

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En mi pueblo, mi madre habí­a desarrollado el negocio de energí­a eléctrica para alumbrar las casas de las familias que pudieran y quisieran pagar, así­ como de molinos de nixtamal para las familias que ya no quieran seguir utilizando la piedra de moler. Para poder mover el generador de energí­a eléctrica y los molinos, se cuenta con un motor marca Lister, que usa como combustible aceite diesel. Cuando ese motor se arruina hay crisis en todo el pueblo, la gente no quiere utilizar la piedra de moler y ahora se desvela hablando babosadas hasta las diez de la noche, sólo en cinco casas hay radio, pero lo bueno es que hay un billar que pasa lleno de jóvenes jodiendo y fumando, pero no se puede tomar bebidas alcohólicas porque la mujer del casero no vende, ni deja que la gente se acerque al billar con botellas de cerveza o pachas de guaro, quizás porque el marido, un viejo seco con una cara de muerto, ha sido bolo, pero bolo de quedar tirado en la calle, no digo aceras porque sólo como ocho casas tienen ese lujo.


Yo aprendí­ a reparar ese motor. La semana pasada ya no quiso funcionar, mi madre me envió un telegrama como a las siete de la mañana (que me lo entregaron como a las ocho y media, no obstante que la Rectorí­a de la universidad estaba a menos de una cuadra de la oficina de telégrafo), en donde me describí­a la forma en que el motor habí­a dejado de funcionar y me urgí­an que comprara los repuestos y que viajara ese mismo dí­a, porque la gente no podí­a comer sin tortillas, ni tampoco conversar en lo oscuro. A mediodí­a, aproveché la hora del almuerzo para ir a comprar los repuestos a la casa distribuidora de esos motores, que estaba como a cuatro cuadras de la Universidad, ya para llegar a la Plaza Libertad.

Cuando terminé mi horario laboral, de seis y media de la mañana a las cinco de la tarde, me subí­ a un bus en los alrededores de la Plaza Bolí­var, el cual se dirigí­a a Sonsonate, dormí­ durante todo el trayecto y llegué a Sonsonate como a las siete y media de la noche. Empecé a caminar hacia mi pueblo, a diez y seis quilómetros por vereda y veinte por la calle de carretas; cené en la casa de mis abuelos maternos, los cuales tienen una talabarterí­a al comienzo de la cuesta para llegar a San Antonio del Monte; allí­ dos de mis tí­os me aconsejaron que viajara temprano del dí­a siguiente, pero mis abuelos me dijeron que si su hija me habí­a enviado un telegrama urgente diciendo que llegara ese dí­a, debí­a llegar ese mismo dí­a.

Es el mes de octubre, el verano ya ha comenzado, llueve poco, la luna esta medio llena y no es difí­cil distinguir por donde va la vereda, la cual comenzaba frente a la casa de mis abuelos. Habí­a caminado como diez kilómetros sin dificultad porque estaba relativamente claro y no me asustan las sombras de los árboles, ni los cantos de las aves nocturnas, eran como las once de la noche. Al llegar al Rio La Barranca, hay que bajar como sesenta metros hasta donde corre el rio y toda el área está llena de árboles gigantescos que han crecido en las grietas de las rocas, la oscuridad es total y uno camina a tientas, en ciertos momentos mejor cerraba los ojos y me guiaba tocando el paredón. En un cierto momento, perdí­ la vereda, seguí­ caminando como dos minutos pegado a las rocas, con un gran miedo de caerme y hacerme mierda allá abajo. Retrocedí­ unos metros, buscando la vereda, me entró el pánico de sentirme perdido, empecé a sudar helado, preferí­ acurrucarme y apoyarme en el paredón. Solo escuchaba el ruido del agua al correr entre las grandes piedrotas, me dieron ganas de llorar por haberme perdido y estaba dispuesto a quedarme allí­ sentado hasta que amaneciera; no sentí­a miedo por las babosadas que contaban de que allí­ salí­a la Siguanaba o que en la noche aparecí­an todos los muertos (humanos y animales) que se habí­an ahogado en ese rio. En ese momento sentí­ que una mano se posó en mi espalda y unos labios helados me dieron un beso en la frente, se me pararon los pelos del miedo, alcancé a pegar un grito largo, largo, largo, me oriné en los pantalones, perdí­ el conocimiento por algunos segundos o minutos. Cuando volví­ en sí­, el miedo habí­a desaparecido, me paré y me di cuenta que estaba parado en la vereda, seguí­ caminando con una gran decisión, pasé el rio caminando por el agua, porque de otra manera me caerí­a saltando de piedra en piedra en esa gran oscurana,  subí­ por el otro lado con gran seguridad, no obstante que llevaba los pantalones mojados de la miada y la pasada del rí­o. Cuando finalmente salí­ al plan, todo estaba iluminado por la media luna, yo me sentí­ un poco decepcionado porque querí­a seguir andando en la oscuridad, me sentí­a muy valiente.

Cuando llegué a mi casa en San Pedro Puxtla, eran como la una de la mañana, mi madre estaba esperándome muy preocupada, porque ella creí­a que yo dejarí­a mi trabajo tirado al recibir el telegrama y saldrí­a corriendo para el pueblo. Le conté rápidamente lo que me habí­a sucedido en el Rio La Barranca y ella muy comprensiva me dijo que ella como a las diez y media de la noche se habí­a puesto a rezar para que no me pasara nada y me dijo “como puedes ver la Virgen Marí­a me escuchó y te ayudó a encontrar el camino”.

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Santiago Ruiz
Santiago Ruiz
Columnista Contrapunto.
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