En mi pueblo, mi madre había desarrollado el negocio de energía eléctrica para alumbrar las casas de las familias que pudieran y quisieran pagar, así como de molinos de nixtamal para las familias que ya no quieran seguir utilizando la piedra de moler. Para poder mover el generador de energía eléctrica y los molinos, se cuenta con un motor marca Lister, que usa como combustible aceite diesel. Cuando ese motor se arruina hay crisis en todo el pueblo, la gente no quiere utilizar la piedra de moler y ahora se desvela hablando babosadas hasta las diez de la noche, sólo en cinco casas hay radio, pero lo bueno es que hay un billar que pasa lleno de jóvenes jodiendo y fumando, pero no se puede tomar bebidas alcohólicas porque la mujer del casero no vende, ni deja que la gente se acerque al billar con botellas de cerveza o pachas de guaro, quizás porque el marido, un viejo seco con una cara de muerto, ha sido bolo, pero bolo de quedar tirado en la calle, no digo aceras porque sólo como ocho casas tienen ese lujo.
Yo aprendí a reparar ese motor. La semana pasada ya no quiso funcionar, mi madre me envió un telegrama como a las siete de la mañana (que me lo entregaron como a las ocho y media, no obstante que la Rectoría de la universidad estaba a menos de una cuadra de la oficina de telégrafo), en donde me describía la forma en que el motor había dejado de funcionar y me urgían que comprara los repuestos y que viajara ese mismo día, porque la gente no podía comer sin tortillas, ni tampoco conversar en lo oscuro. A mediodía, aproveché la hora del almuerzo para ir a comprar los repuestos a la casa distribuidora de esos motores, que estaba como a cuatro cuadras de la Universidad, ya para llegar a la Plaza Libertad.
Cuando terminé mi horario laboral, de seis y media de la mañana a las cinco de la tarde, me subí a un bus en los alrededores de la Plaza Bolívar, el cual se dirigía a Sonsonate, dormí durante todo el trayecto y llegué a Sonsonate como a las siete y media de la noche. Empecé a caminar hacia mi pueblo, a diez y seis quilómetros por vereda y veinte por la calle de carretas; cené en la casa de mis abuelos maternos, los cuales tienen una talabartería al comienzo de la cuesta para llegar a San Antonio del Monte; allí dos de mis tíos me aconsejaron que viajara temprano del día siguiente, pero mis abuelos me dijeron que si su hija me había enviado un telegrama urgente diciendo que llegara ese día, debía llegar ese mismo día.
Es el mes de octubre, el verano ya ha comenzado, llueve poco, la luna esta medio llena y no es difícil distinguir por donde va la vereda, la cual comenzaba frente a la casa de mis abuelos. Había caminado como diez kilómetros sin dificultad porque estaba relativamente claro y no me asustan las sombras de los árboles, ni los cantos de las aves nocturnas, eran como las once de la noche. Al llegar al Rio La Barranca, hay que bajar como sesenta metros hasta donde corre el rio y toda el área está llena de árboles gigantescos que han crecido en las grietas de las rocas, la oscuridad es total y uno camina a tientas, en ciertos momentos mejor cerraba los ojos y me guiaba tocando el paredón. En un cierto momento, perdí la vereda, seguí caminando como dos minutos pegado a las rocas, con un gran miedo de caerme y hacerme mierda allá abajo. Retrocedí unos metros, buscando la vereda, me entró el pánico de sentirme perdido, empecé a sudar helado, preferí acurrucarme y apoyarme en el paredón. Solo escuchaba el ruido del agua al correr entre las grandes piedrotas, me dieron ganas de llorar por haberme perdido y estaba dispuesto a quedarme allí sentado hasta que amaneciera; no sentía miedo por las babosadas que contaban de que allí salía la Siguanaba o que en la noche aparecían todos los muertos (humanos y animales) que se habían ahogado en ese rio. En ese momento sentí que una mano se posó en mi espalda y unos labios helados me dieron un beso en la frente, se me pararon los pelos del miedo, alcancé a pegar un grito largo, largo, largo, me oriné en los pantalones, perdí el conocimiento por algunos segundos o minutos. Cuando volví en sí, el miedo había desaparecido, me paré y me di cuenta que estaba parado en la vereda, seguí caminando con una gran decisión, pasé el rio caminando por el agua, porque de otra manera me caería saltando de piedra en piedra en esa gran oscurana, subí por el otro lado con gran seguridad, no obstante que llevaba los pantalones mojados de la miada y la pasada del río. Cuando finalmente salí al plan, todo estaba iluminado por la media luna, yo me sentí un poco decepcionado porque quería seguir andando en la oscuridad, me sentía muy valiente.
Cuando llegué a mi casa en San Pedro Puxtla, eran como la una de la mañana, mi madre estaba esperándome muy preocupada, porque ella creía que yo dejaría mi trabajo tirado al recibir el telegrama y saldría corriendo para el pueblo. Le conté rápidamente lo que me había sucedido en el Rio La Barranca y ella muy comprensiva me dijo que ella como a las diez y media de la noche se había puesto a rezar para que no me pasara nada y me dijo “como puedes ver la Virgen María me escuchó y te ayudó a encontrar el camino”.