NUEVA YORK – Mientras la pandemia de COVID‑19 sigue haciendo estragos, más de cien países de ingresos bajos y medios todavía tienen un total combinado de 130 000 millones de dólares de vencimientos de deuda este año, de lo que alrededor de la mitad se debe a acreedores privados. Con buena parte de la actividad económica suspendida y la recaudación fiscal en caída libre, muchos países no podrán evitar el default. Otros juntarán escasos recursos para pagar a los acreedores, recortando gastos imprescindibles en salud y prestaciones sociales. Y otros tratarán de patear la proverbial piedra para adelante apelando a más endeudamiento, en un momento en que parece fácil, dada la abundante provisión de liquidez por parte de bancos centrales de todo el mundo.
Desde la década perdida de América Latina en los ochenta hasta la más cercana crisis griega, sobran penosos recordatorios de lo que sucede cuando los países no pueden pagar sus deudas. Una crisis global de deuda en este momento dejará a millones de personas sin empleo y provocará inestabilidad y violencia en todo el mundo. Muchos buscarán empleo en otros países y se saturarán los sistemas de control fronterizo y gestión de migraciones en Europa y Norteamérica. Otra costosa crisis migratoria desviará la atención de la necesidad urgente de hacer frente al cambio climático. Emergencias humanitarias como esta son cada vez más frecuentes.
Esta pesadilla es evitable, pero hay que actuar de inmediato. Los orígenes de la crisis de deuda que se avecina son fáciles de entender. La flexibilización cuantitativa aumentó la deuda pública de los países de ingresos bajos y medios (constituida en su mayor parte en la forma de bonos soberanos) a más del triple desde la crisis financiera global de 2008. Los bonos soberanos conllevan más riesgo que la deuda «oficial» con instituciones multilaterales y organismos de ayuda de los países desarrollados, porque los acreedores pueden liquidar los bonos de un momento al otro y provocar al hacerlo una profunda depreciación monetaria y otras grandes alteraciones económicas.
En junio de 2013, los autores nos preguntábamos: «¿están unos mercados financieros con estrechez de miras y en colaboración con gobiernos, también con estrechez de miras, preparando el terreno para la próxima crisis de deuda externa del mundo?». Ha llegado el momento de la verdad. El pasado marzo, Naciones Unidas pidió un alivio de deudas para los países menos desarrollados. Varios miembros del G20 y el Fondo Monetario Internacional han suspendido los vencimientos de deuda de este año y han pedido a los acreedores privados hacer lo mismo.
Previsiblemente, estos pedidos han caído en oídos sordos. Por ejemplo, un consorcio de acreedores privados de África que acaba de formarse ya rechazó la idea de un pequeño alivio general de deuda para los países pobres. De modo que buena parte, o acaso la totalidad, de los beneficios del alivio provisto por los acreedores institucionales irá a manos de acreedores privados que se niegan a hacer algo similar.
O sea que los contribuyentes de los países acreedores volverán a rescatar a actores privados que asumieron riesgos excesivos y dieron préstamos imprudentes. El único modo de evitarlo es una moratoria integral de deudas, que incluya a los acreedores privados. Pero sin una acción decidida de los países en los que están suscritos los contratos de deuda, es difícil que los acreedores privados acepten un arreglo de esta naturaleza. De modo que los gobiernos deben apelar a las doctrinas de necesidad y «fuerza mayor» para imponer una moratoria integral de vencimientos.
Sin embargo, eso no resolverá el problema sistémico que supone el endeudamiento excesivo, lo cual demanda una urgente y profunda reestructuración de deudas. La historia muestra que para muchos países, una reestructuración insuficiente y tardía sólo prepara el terreno para otra crisis. Y la larga lucha de Argentina para reestructurar su deuda con acreedores privados recalcitrantes, cortos de miras, testarudos e insensibles muestra que las cláusulas de acción colectivas pensadas para facilitar esas reestructuraciones no son tan eficaces como se esperaba.
La mayoría de las veces, a una reestructuración inadecuada le sigue otra reestructuración antes de que pasen cinco años, con enorme sufrimiento de la población del país deudor. Y a la larga, también los acreedores salen perdiendo.
Felizmente, hay una alternativa, aunque es poco utilizada: la recompra voluntaria de deuda soberana. Estas operaciones son habituales en el sector corporativo y resultaron eficaces en los noventa en América Latina y luego en el caso de Grecia. Tienen además la ventaja de que evitan las duras condiciones típicas de los acuerdos de canje de deuda.
El objetivo principal de un programa de recompra sería aligerar la carga de la deuda, al obtenerse un descuento significativo (quita) respecto del valor nominal de los bonos soberanos y minimizar la exposición al endeudamiento con acreedores privados. Pero además, el programa también se puede usar para promover objetivos sanitarios y climáticos, exigiendo que los países beneficiados apliquen a la creación de bienes públicos el dinero que hubieran debido emplear para el pago de vencimientos.
Como explicamos en un artículo publicado hace poco por el Center for Economic Policy Research, un mecanismo multilateral para la recompra de deuda podría estar a cargo del FMI, que puede usar recursos ya disponibles, los Nuevos Acuerdos para la Obtención de Préstamos, y fondos complementarios de un consorcio mundial de países e instituciones multilaterales. Los países que no necesiten toda su asignación de derechos especiales de giro (la unidad de cuenta del FMI) pueden donarla o prestarla al nuevo mecanismo. Y se podrían obtener más recursos todavía mediante una nueva emisión de DEG, algo cuya necesidad es evidente. Para garantizar la máxima reducción de deuda con un nivel dado de gasto, el FMI puede celebrar una subasta, anunciando que sólo recomprará una cantidad limitada de bonos.
Pero a futuro, se necesita un mecanismo de reestructuración de deudas predecible y regulado, para lo que se puede tomar como modelo la legislación estadounidense referida a la quiebra de gobiernos municipales (el «Capítulo 9»). Esto estaría a tono con las recomendaciones que dio después de 2008 la Comisión de Expertos de las Naciones Unidas sobre las Reformas del Sistema Monetario y Financiero Internacional.
La objeción usual a estas propuestas es que destruirían el mercado internacional de capitales. Pero la experiencia muestra lo contrario: no se puede sacar agua de las piedras. Reestructuración habrá sí o sí, la pregunta es si será ordenada. Nuestras propuestas ayudarán a lograr este objetivo, y de tal modo fortalecerán el mercado de capitales.
Pero en última instancia, la cuestión aquí no es el funcionamiento de los mercados de capitales sino el bienestar de la gente en los países en desarrollo y emergentes. Se necesita un alivio de deudas ahora mismo, en mitad de la pandemia. Tiene que ser integral (incluir a los acreedores privados) y ser más que una mera suspensión de pagos. Las herramientas para hacerlo ya existen, sólo hace falta voluntad política.
Este artículo expresa opiniones de los autores que no representan necesariamente la posición de Naciones Unidas o de sus estados miembros.
Joseph E. Stiglitz, Premio Nobel de Economía y profesor distinguido de la Universidad de Columbia, es economista principal en el Roosevelt Institute y fue vicepresidente sénior y economista principal en el Banco Mundial. Su libro más reciente se titula People, Power, and Profits: Progressive Capitalism for an Age of Discontent (Penguin, 2020). (Hay traducción al español: Capitalismo progresista: la respuesta a la era del malestar.)
(*) Este articulo que escrito en conjunto con:Hamid Rashid, ex director general para cuestiones económicas multilaterales en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Bangladesh, es director del área de supervisión económica mundial en el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las Naciones Unidas.
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