En la recta final a la elección presidencial del 3 de febrero – la sexta luego del fin del conflicto armado- hay un asunto que no ha sido parte de la agenda ni de las propuestas de los aspirantes: ¿qué compromisos asumen con la libertad de expresión?
No es una pregunta retórica, si tomamos como base que tal derecho es inherente a toda persona, que su promoción y defensa dicen mucho del estado de salud de una democracia. Venimos de dictaduras, de una etapa oscura previa a la guerra, en la que aquellos medios y sectores considerados de oposición fueron literalmente aniquilados, mediante asesinatos, ametrallamientos y atentados. Era el imperio de la intolerancia.
El estallido del conflicto dio paso al establecimiento de bandos que lucharon por neutralizar la información del otro; eran los días en que el presidente decía que como buen salvadoreño no compraba determinado periódico matutino, al cual consideraba opositor. Eran los días en que un equipo de la televisión holandesa fue emboscado por militares en Chalatenango. Uno de los casos emblemáticos de graves violaciones a derechos humanos registrados por la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas en el informe De la locura a la esperanza.
El fin de la guerra- con una lista de numerosos periodistas asesinados, supuso nuevos aires al ejercicio periodístico. Sin embargo, en la historia reciente, un expresidente aplicó sin éxito la figura del vocero presidencial; otro ocupó las comunicaciones de manera publicitaria e impulsó boicots directos a medios. Uno más estaba convencido que la mejor ley es la que no existe, en alusión al acceso a la información pública.
Otro incumplió los plazos para el nombramiento de los miembros del Instituto de Acceso a la Información Pública, y mediante reglamento intentó establecer una causal no contemplada en la ley para que la información fuera reservada: seguridad política. Y aquél que acusó a los medios de impulsar una campaña de terror por informar sobre los altos índices de homicidios y dejó de dar declaraciones en sus eventos. Acciones que destruyeron el discurso de los tiempos de campaña de apertura de las puertas de Casa Presidencial al escrutinio y a la transparencia sin límites.
Es latente la tendencia a controlar contenidos, usar los recursos públicos como premio o castigo a líneas editoriales, estigmatizar desde el Estado a medios considerados no afines, usar el aparato del gobierno para fabricar noticias “a la medida” para hacer frente a lo que consideran desinformación, patrocinar sitios en internet que actúan como cajas de resonancia del quehacer oficial.
La persecución contra periodistas en Nicaragua, con más de 700 violaciones al libre ejercicio profesional, un periodista asesinado; dos encarcelados, decenas exiliados, y muchos medios asaltados por las fuerzas de seguridad; y las tensiones entre la prensa y el presidente en Guatemala, reflejan qué es caer en esa tentación.
En América Latina, la campaña de las elecciones presidenciales del año pasado efectuadas en México, Costa Rica, Paraguay, Colombia, Brasil y Paraguay, fue de riesgo para el ejercicio periodístico. Ocurrió también en países lejanos como Paquistán, donde hubo casos de censura, y secuestro de comunicadores.
Hay malas señales cuando algunos candidatos descalifican espacios de opinión, a periodistas, denuncian ser víctimas de emboscadas, alientan mediante la violencia en redes sociales la estigmatización contra comunicadores y medios, o aplican el veto a determinados medios. Son síntomas graves de tendencias autoritarias que evidencian una grave afrenta a la libertad de expresión que, junto a la vida y las libertades individuales, constituyen derechos humanos que hacen imposible demandar otras libertades, y el sano funcionamiento de condiciones democráticas de vida.