domingo, 14 abril 2024

Campesinos enfrentan a poderosa industria del azúcar

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En el cantón Las Monjas no hay agua potable por cañerí­a, y las familias perforan pozos artesanales

El huerto de Roxana Quiterio, antes cubierto de rábanos de un rojo vibrante, pepinos y chiles verdes, ahora es solo un patio lleno de maleza seca y chiriviscos.

Su malogrado sembradí­o, en el cantón Las Monjas, en San Luis Talpa, La Paz, linda con un cañaveral que, dice ella, terminó arruinando su huerto y el de otras familias de la zona.

Porque los cañicultores riegan, desde una avioneta, un herbicida que acelera el proceso de maduración de la caña, el glifosato, pero el viento lo lleva también a los huertos de la comunidad.

“Todo lo arruinó el agroquí­mico, me quedé sin mis verduritas”, contó Quiterio, una mujer de 28 años que, irónicamente, debido a la falta de empleo en la zona, debe faenar en los cañaverales.

Pero a esta comunidad no solo le preocupa el efecto del glifosato en sus huertos.

También les afligen la tala de bosque para expandir el cultivo, así­ como las quemas controladas de los cañaverales, una estrategia utilizada por los productores e ingenios para agilizar la cosecha, ya que es más fácil y rápido cuando las hojas de la planta están parcialmente quemadas.

Pero eso trae consecuencias negativas para la salud de los lugareños, que reciben el hollí­n, y en algunas comunidades, aseguran, ya se han reportado incrementos de afectaciones respiratorias.

Sin embargo, el agua es su mayor preocupación. Y en la defensa del recurso, se han movilizado en contra de uno de los sectores más poderosos de El Salvador: la agroindustria del azúcar.

Pozos secos: el avance de la cañicultura

En el cantón Las Monjas no hay agua potable por cañerí­a, y las familias perforan pozos artesanales en sus patios para abastecerse del lí­quido, pero esos pozos se están secando.

Los residentes del lugar afirman que ese fenómeno nunca habí­a pasado hasta que el cañaveral de unas 300 mz que rodea esta comunidad de 800 familias, comenzó a ser regado con sistemas por aspersión, usando agua subterránea.

“El pozo en esta época del año siempre ha tenido agua, de hecho nunca se habí­a secado, pero el año pasado comenzó a bajar de nivel hasta que se secó. Cuando dejaron de regar los cañales tuvimos un poquito de agua pero cuando volvieron a regar, se secó nuevamente”, afirma Juan Ruiz.

Este campesino de 60 años, sentado al lado de su pozo seco, un hoyo oscuro en la tierra, de unos cinco metros de profundidad, ve desconsolado el horizonte árido e incierto de su comunidad, sin el principal recurso para la vida.

Ellos no son los únicos.

 Una habitante del cantón Las Monjas, en San Luis Talpa, La Paz, se esfuerza por obtener algo de agua de su pozo, pero el nivel ha bajado dramáticamente debido, dicen los lugareños, a la sobreexplotación de los mantos acuiferos de la zona. Foto/Edgardo Ayala 

En otras zonas del paí­s ha quedado en evidencia el conflicto existente entre la agroindustria azucarera, que demanda tierras y agua para expandir el cultivo, sobre todo en la región sur, y las comunidades rurales que también requieren de esos recursos para su subsistencia.

Un estudio del ministerio del Medio Ambiente y la cooperación alemana, la GIZ, ya advertí­a, en junio del 2012, de ese avance de la agroindustria registrado en los últimos años, sobre todo “hacia zonas frágiles, cercana a los bosques salados, particularmente en las partes más sureñas (cercanas a la costa), de las regiones centro-oriente y oriente”.

El informe señala que según mapas del uso del suelo, ese avance se da en tierras que hace diez años eran para el cultivo de granos básicos. Probablemente, dice el documento, sean tierras de cooperativas que dejaron la organización colectiva y se parcelaron entre sus socios, y cedieron sus tierras, no vendiendo sino que arrendando, a “empresas cañeras en expansión”.

Otro estudio gubernamental reveló que el área de caña sembrada creció en 30,000 hectáreas entre el año 2000 y 2010.

El sector azucarero está conformado por seis ingenios y por unos 7,000 cañicultores, de los cuales el 57% cosechan colectivamente en cooperativas de la reforma agraria, y los 43% restantes son productores privados, entre individuales y empresas.

El avance de la caña “atenta contra seguridad alimentaria de las comunidades de la zona, pues la siembra de granos y otros productos se está viendo disminuida”, sostuvo Roberto Calderón, de Cáritas El Salvador, que desarrolla el programa de huertos caseros en Las Monjas.

La lucha por el agua

Ante la arremetida del sector, las comunidades no se han quedado de brazos cruzados.

“Tenemos ocho años de venir luchando en el tema caña, porque las plantaciones se han ido extendiendo a las áreas de cultivo de alimentos”, señala Amí­lcar Cruz, activista de la Asociación Mangle. Esta organización trabaja en proyectos de desarrollo social y ambiental en la zona del Bajo Lempa, al sur del departamento de Usulután.

Según Cruz, las movilizaciones comenzaron en 2006 contra un productor de caña, ligado al ingenio Chaparrastique, que pretendí­a sembrar al lado de unas camaroneras, en Salinas del Potrero, un asentamiento localizado al sur del cantón Tierra Blanca, jurisdicción de Jiquilisco, Usulután. Los agroquí­micos usados en la plantación irí­an a dar a los estanques de camarones y a los manglares, afectando el ecosistema de la zona.

“Logramos entablar una demanda y la ganamos, paramos el proyecto”, comentó.

Una lucha más reciente, contó, se llevó a cabo en 2015 contra otro cañicultor que buscaba sembrar 400 mz. de caña a unos metros del manglar y de la playa, en la comunidad La Tirana, también en la zona de Jiquilisco. El proyecto igualmente se paró.

Al igual que en San Luis Talpa y otras regiones del paí­s, en el Bajo Lempa ya se percibe también la escasez de agua en los pozos de las familias.

Es un patrón que se viene sintiendo, dicen los lugareños, desde que la situación climatológica, con sequí­as bruscas y prolongadas, obligó a los cañeros a usar sistemas de riego por aspersión en sus plantaciones, algo que no se hací­a antes.

A principios del 2016, una veintena de comunidades costeras, localizadas al sur del municipio de San Francisco Menéndez, Ahuachapán, decidieron enfrentar, en defensa del agua, a la poderosa Central Izalco, el principal ingenio del paí­s.

La empresa es controlada por miembros del clan Regalado, uno de los más influyentes del paí­s desde finales del siglo XIX, cuando gobernó con mano de hierro el general Tomás Regalado Romero.

Empleados de ese ingenio desviaron parte del caudal del rí­o Paz, en la zona de Garita Palmera, hacia el rí­o El Aguacate, cuya cuenca abastece del lí­quido a las 18 comunidades y a las 4,800 familias que viven en esta zona.

Allí­ procedieron a levantar dos bordas para crear un estanque desde el cual bombeaban agua a un cañaveral de unas 300 mz., cultivadas en la Hacienda El Diamante, propiedad de Central Izalco, pero dejaron a las comunidades sin el recurso.

“Tuvimos que alertar a las comunidades para detener eso, y enfrentarlos judicialmente para quitar el dique, que no dejaba pasar el agua a los esteros de Garita Palmera, Bola de Monte y El Tamarindo”, explica Álvaro Orellana, presidente de la Asociación Istatén, una organización comunitaria que vela por la conservación del medio ambiente en esa región de Ahuachapán.

Con la presión comunal, y la acción del Juzgado Ambiental y la fiscalí­a, se logró el pasado abril que los cañicultores quitaran los diques, aunque el caso, añadió Orellana, sigue su curso en ese tribunal.

Investigaciones de ambientalistas confirman que la mayor parte del agua de la zona es usada para regar las plantaciones de la gramí­nea.

El estudio Impactos de la Expansión de la Industria del Azúcar en la Zona Marino Costera de El Salvador, de la Unidad Ecológica Salvadoreña (Unes), publicado el pasado mayo y enfocado en la zona sur de San Francisco Menéndez, señala que el agua de las subcuencas del Zanjón El Chino y Zanjón El Aguacate es usada en un 77% para regar cañaverales.

Pero esas plantaciones, según el informe, representan solo el 11% de la agricultura de la zona. Es decir, más de dos tercios del agua se ocupan en un cultivo que no es vital para la comunidad.

“La caña es consumidora de los recursos, y lo que le queda de agua a la gente es casi nada”, acotó Carlos Flores, ambientalista de la Unes que realizó el estudio en mención.

En Tecoluca, San Vicente, las autoridades municipales aprobaron en enero de este año una ordenanza, la primera en su tipo, para enfrentar el daño producido por la cañicultura al medio ambiente.

“No es que estemos en contra de la caña, es parte de la economí­a, pero nos preocupa, y a las comunidades afectadas también, la forma en cómo se maneja el cultivo”, dice Alejandro Jovel, jefe de la Unidad Ambiental de esa comuna.

La normativa establece las disposiciones ambientales que deben ser respetadas en adelante a la hora de cultivar caña en la zona. Las regulaciones incluyen, entre otras, el uso adecuado de los agroquí­micos, de las fumigaciones aéreas, así­ como el manejo responsable de las quemas para no afectar a la población, estableciendo áreas de restricción cuando haya escuelas, comunidades o rí­os cerca.

También, se deja claro la protección de las zonas de amortiguamiento en áreas de recarga acuí­fera, para proteger el recurso hí­drico.

Permisos de riego sin control

Parte del problema, dicen los campesinos afectados y los ambientalistas, es que las autoridades gubernamentales no ejercen un control riguroso sobre los permisos otorgados anualmente para riego.

“No ha habido ninguna autoridad competente que se haya acercado y reunido con los pobladores a explicarnos lo que está pasando con el agua”, asegura Ana Dolores Rosales, una de las activistas que lucha por el recurso en Las Monjas, refiriéndose a la inactividad de los ministerios de Agricultura y Ganaderí­a (MAG) y al del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Marn).

El juez Samuel Lizama, titular del Juzgado Ambiental de San Salvador, confirma, durante una inspección, el 7 de junio pasado, la tala y quema de árboles para expandir el cultivo de caña en la cooperativa Santo Tomás, en el cantón El Chagí¼itón, de San Luis Talpa. La denuncia fue interpuesta por el Foro del Agua. Foto/Edgardo Ayala

Es muy frecuente, afirmaron los entrevistados, que algunos cañicultores no cuentan con el permiso correspondiente, que debe ser dado por el MAG, y simplemente perforan el pozo en las propiedades. En otras ocasiones, la documentación ya está vencida, o alegan que “están en trámite”.

En el conflicto en la zona sur de San Francisco Menéndez, Central Izalco contaba con un permiso provisional para riego, para la temporada 2015/2016, otorgado por MAG en septiembre del 2015. Pero de abril del 2016 autoridades de ese ministerio notificaron al Juzgado Ambiental que la compañí­a no tení­a permiso para captar agua, es decir, no estaba autorizada a construir las bordas.

Residentes de las comunidades afectadas dijeron que los mantos acuí­feros bajaron unos 7 metros, debido al impacto que generó la creación de las bordas.

“Queremos que el permiso diga horas de riego, que no lo hagan permanente, todo el dí­a”, advierte Orellana, de Istatén.

Las autoridades del MAG no concedieron una entrevista solicitada para conocer los criterios del otorgamiento de dichos permisos, cuántos se han dado y a quiénes.

Sin embargo, en la página web de ese ministerio se encuentra el documento Permisos, Concesiones y Autorizaciones Otorgados por el MAG, de marzo del 2014, en el que se detalla que el perí­odo 2012-2013 se tramitaron 697 autorizaciones para “uso de agua con fines de riego”. El documento, que se entiende abarca los diferentes rubros agrí­colas, no aclara cuántos de esos fueron para caña.

Pero sí­ aparecen en el listado algunas de las compañí­as que se sabe son de las mayores productoras de caña. Una de ellas es Agroindustrial El Paraisal S.A. de C.V, conocida como Coagri.

Los grandes del negocio

Esa empresa aparece que tramitó 44 permisos, y es una de las más grandes del sector, con plantaciones que, en conjunto, superan las 10,000 mz., según el documento citado del Marn y GIZ. Se entiende que esa extensión de tierra cultivada, que supera el lí­mite constitucional de las 350 mz. de tenencia máxima, se ha desarrollado en propiedades arrendadas, con lo cual no aplica dicho lí­mite.

Ese reporte sostiene además que una parte importante de las empresas dedicadas a cosechar caña tienen ví­nculos familiares con los directivos de los ingenios, que ya poseen o administran el 23% de la cosecha, según cifras del gremio. El 77% restante está a cargo de cooperativas, empresas y productores individuales.

Coagri, dice el reporte, está estrechamente vinculada a la Compañí­a Azucarera Salvadoreña (Cassa), fundada en 1964 por Tomás Regalado González y su hermana Marí­a Regalado de Mathies, de la élite polí­tica y económica del paí­s, hijos del General Regalado.

El Grupo Cassa, cuyo actual presidente es Marco Antonio Regalado Nottebohm, es el consorcio que controla a los ingenios Central Izalco, el más grande del paí­s, y al Chaparrastique. La firma fue dirigida por mucho tiempo por Tomás Regalado Dueñas, tercera generación del clan, considerado uno de los hombres más poderosos de El Salvador, no solo en cí­rculos empresariales sino también en polí­ticos, al ser uno de los aliados y donantes del partido Arena.

El Ángel y La Magdalena son ingenios dominados por Juan Wright, aunque en el primero participa también Guillermo Borja Nathan.

La Cabaña es encabezado por Alfredo Pacas, y el Injiboa, por Juan Dí­az, un empresario que se fue abriendo campo en el sector luego de dedicarse al mantenimiento de la maquinaria del gremio, dijeron fuentes del sector.

La industria sostiene que son alrededor de 2,000 accionistas los que participan en esas sociedades, y no se trata de un negocio acaparado por un puñado de familias pudientes.

“Cuando los crí­ticos dicen (que el gremio es un) cártel, solo hablan de los seis ingenios, pero no se ve el montón de gente que está involucrada”, subraya Julio Arroyo, director ejecutivo de la Asociación Azucarera de El Salvador (AAES), que aglutina a los seis ingenios.

Además, los productores de caña, agrega, reciben también los beneficios del negocio, pues por ley tienen derecho al 54.5% de las ventas de azúcar. El resto va a los ingenios.

Sin embargo, está claro que la mayorí­a accionaria, y el control de las compañí­as procesadoras, la tienen aquellos personajes de apellidos aristocráticos.

Incluso el Estado salvadoreño participa accionariamente en el rubro, por medio de las acciones que mantiene en cuatro de esas seis empresas, a través de la Corporación Salvadoreña de Inversiones (Corsaí­n). Son acciones que el Estado no vendió, y que aún posee, cuando se dio la privatización de los ingenios, en 1994.

En 2014 ese ente recuperó utilidades por US$2.8 millones por el 39.02% de las acciones que el Gobierno tiene en el ingenio La Magdalena, el 5.39% en Chaparrastique, el 32% en La Cabaña y el 32.42% en Jiboa, según el Informe de Rendición de Cuentas de Corsaí­n, 2014-2015.

Fuentes del sector señalaron que otro productor de caña importante es Herbert Saca, con plantaciones en la zona sur del departamento de La Paz. Este productor, primo del expresidente Elí­as Antonio Saca, ha sido señalado por la prensa local como el operativo del exmandatario en negocios no del todo transparentes.

Al cierre del 2015, el rubro azucarero exportó 782 millones de kilogramos de azúcar, por un monto de US$225 millones, un 2,6% más que el año anterior, según el reporte Estadí­sticas de Comercio Exterior, Enero-Diciembre 2015, del Banco Central de Reserva.

Pero considerando que las ventas al mercado internacional representan el 58% de la producción, los ingresos totales aumentan significativamente al incluir el mercado local, el otro 42% del pastel.

En las comunidades rurales, hay una sensación de que el agua se está destinando a suplir las demandas de sectores económicamente poderosos, mientras las familias pobres de la zona rural sufren la escasez del recurso.

Sin embargo, la industria azucarera sostuvo que el riego solo ocupa una porción pequeña del área total cultivada, que es de 116,000 has.

“Se está usando en el 15% de toda la producción de caña, es relativamente poco”, señala Arroyo. Pero advierte:

“La tendencia natural es que ese porcentaje se incremente, eso quisiéramos, porque en todo el mundo se está incrementando y hay que ser más competitivos, pero cuidando de que a la gente no le falta agua”.

Riego más eficiente

Para Arroyo, el aprovechamiento del agua para riego, a mayor escala, es un dilema que tendrá que afrontar el paí­s, pues las condiciones climáticas del mundo han cambiado, ahora son más erráticas, menos predecibles, y eso golpea a la agricultura.

“Agricultura tiene que seguir habiendo, y hay que usar tecnologí­a y hay que regar, del otro lado, todos necesitamos agua para el consumo, y lo que realmente estamos perdiendo de vista es el agua de lluvia que tenemos y que estamos perdiendo”, señala.

Agrega que la falta de agua no es porque no llueva, sino porque, por ejemplo el año pasado, no llovió casi nada al principio del invierno, y mucho al final. Y aunque el acumulado de las precipitaciones fue del 90%, esas irregularidades terminaron impactando negativamente los cultivos.

La industria del azúcar reconoce que el cultivo de la caña ha venido afectando al medio ambiente y a comunidades rurales del paí­s, pero en el pasado se dejaba el problema al gremio cañero, el primer eslabón de la cadena de producción del edulcorante.

Pero recientemente ha habido un cambio de paradigma.

Los ingenios aseguran que han asumido su rol y, junto a los agricultores, se han propuesto producir azúcar respetando el medio ambiente.

Para ello han elaborado un Manual de Buenas Prácticas Agrí­colas (BPA), un documento con normativas precisas para evitar la contaminación de los suelos, el aire y los cuerpos de agua. También se busca atajar la deforestación de los bosque para ampliar los cultivos, sobre todo los salados de la zona costera, así­ como el daño socioambiental en las comunidades.

“El manual habla de uso eficiente de agua, con formas naturales como guardar la humedad en la tierra en verano, y otra estrategia es usar riego más moderno. El estándar al que me gustarí­a llegar es por goteo, pero requiere de una inversión fuerte”, refiere Tomás Regalado Papini, cuarta generación del clan Regalado, al frente de la Fundación Azúcar, que impulsa el trabajo social de la AAES.

Los impactos del manual se verán en las zafras venideras, en la medida en que los cañicultores lo hagan suyo.

Mientras tanto, en el cantón Las Monjas, los campesinos siguen viendo, con preocupación, cómo en el fondo de sus pozos no hay más que lodo. Hacen malabares para obtener ese recurso vital.

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Edgardo Ayala
Edgardo Ayala
Colaborador
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