Por Gabriel Otero
Bañarse para él adquiere un sentido de purificación que rebasa los límites de la higiene, algo semejante a una ablución de cuerpo entero, se relaja con los 105 chorros de agua caliente de la regadera abriéndose camino por sus poros, en la Edad Media lo hubiesen condenado por pulcro y demoniaco, y pensar que todavía hay gente que le huye al agua.
Le purgan los que por cualquier airecito se tapan hasta la coronilla y salen sin asearse a su trabajo con la almohada estampada en el pelo seboso y los tufos esparcidos por doquier ¿se darán cuenta? ¿o están tan acostumbrados a su suciedad que la reparten al aire a diestra y siniestra? De ellos emana esa mezcla grosera de hedores de tacos de suadero y ropa húmeda, ni siquiera abren las ventanas de los autobuses y se cuecen en su peste.
Él piensa que la limpieza de los mexicanos de hoy nada tiene que ver con la de sus antepasados, los aztecas eran vistos con desconfianza por sus hábitos de aseo por los invasores europeos que venían a probar suerte y a robar en estas tierras cargando sus fetideces, pero hay que ser justos con los mexicanos actuales, no todos tienen acceso al agua, hay colonias a las que llega por horas y se puede almacenar muy poco, lo que cabe en un Rotoplas enterrado o en el techo.
Le encantan las regaderas de alta presión, esas las inventaron visionarios para maniáticos de la limpieza que pueden bañarse dos o tres veces diarias, ya existen duchas planas, maravillas de la tecnología que aplican hidromasaje en la cabeza y los hombros con los que la calma invade de inmediato como una sensación adormecedora.
Para él la vida se magnífica con todas sus delicias al sumergirse en una tina llena de burbujas y sales, una experiencia sensorial exquisita poco frecuente en la actualidad por haber caído en desuso las tinas y reducirse cada vez más los espacios para la higiene, de tal forma que solo es posible en algunos hoteles de lujo o baños de residencias.
Él es, sin duda, un obsesivo en el tema de la limpieza personal, recuerda a su padre que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana a realizar la misma liturgia del baño y sus abluciones de manos y pies antes de salir de casa.
Y fue en la casa familiar, con cuatro baños, todos con regaderas extensibles y un calentador de 1.70 metros de altura que obtuvo el gusto, acaso desmedido, por el aseo, no había calentadores salvo en los hoteles y en las moradas de extranjeros, los lugareños se bañaban con agua fría obligados por el clima.
Aunque no cuenten en su historial de fanático de la higiene recuerda también las zambullidas en la pila y los manguerazos en el jardín o los baños con jícara cuando había escasez de agua.
Conociéndolo, es muy probable que su exigencia principal sea recibir un baño recién fallecido para irse limpio a acariciar su eternidad.