Siempre le he tenido miedo a la muerte, mas no a morirme, pues, al final, eso es inevitable; pero la muerte en sí, esa “señora” que nos está esperando al final de nuestro camino, esa sí me aterra. “La muerte con su enlutado cortejo de inevitables separaciones, terribles desgarramientos, oscuros temores y putrefactas realidades”, como escribió sobre ella el ensayista Julio Fausto Fernández, en su lúcido ensayo Radiografía del Dolor.
Y traigo esto a colación, a propósito del incremento de personas, en edades medianas que tienen problemas del corazón, diabetes, hipertensión y otras enfermedades crónicas. He sabido de otros casos que, indistintamente el sexo, han muerto de ataques fulminantes al corazón con edades entre los 40 y 50 años.
¿Por qué estamos muriendo si siquiera llegar a la vejez? ¿Qué hace que cada vez más sean los padres quienes entierran a sus hijos y no al revés?
Luego de hablar con amigos médicos, ellos señalan la vida sedentaria, el alto consumo de alcohol, los cigarrillos y drogas ilegales; la mala alimentación (consumo excesivo de comida chatarra) y el estrés de la vida moderna, como las principales causas de que muramos más jóvenes.
Yo agregaría algo más: Angustia. Hoy día atravesamos una angustia existencial que va deteriorando nuestra salud: Quedarnos sin empleo, vivir con el constante miedo a ser asaltados, extorsionados o asesinados, encontrar la vida demasiado cara, tener menos espacios de esparcimiento, hacer de la violencia intrafamiliar moneda común, tener grandes posibilidades de perecer en un accidente de tránsito…Hoy día la ciencia y la medicina nos ayudan como nunca antes a superar enfermedades, a tener una mejor calidad de vida, pero igualmente, hoy día la sombra ominosa de la muerte en nuestras vidas se hace una presencia cotidiana. Y eso es desgastante.
En un país en que las cifras oficiales hablan que el pasado mes de septiembre hubo cuatrocientos veintidós homicidios es difícil no pensar en la muerte. Y eso nos mina. En esta sociedad, la muerte se pasea campante, tiene trabajo en serio, como diría el escritor colombiano Fernando Vallejo, en su novela La Virgen de los Sicarios: “Y la Muerte una obsesiva laboradora. No descansa. Ni lunes ni martes ni miércoles ni jueves ni viernes ni sábados y domingos, fiestas civiles y de guardar, puentes y superpuentes, días del padre, de la madre, de la amistad, del trabajo… ¡Del trabajo, carajo, ni ese descansa!”. En El Salvador se cumple, con tétrica cabalidad, todo esto. Constantemente vemos en las noticias asesinatos, secuestros, accidentes, sea el mes que sea, Semana Santa, agosto, navidad, en cualquier tiempo. Y esto te afecta.
No te queda más que recluirte en tu casa, ese lugar que te da un poco de seguridad, logrando con esto romper el tejido social, necesario en toda colectividad. El miedo a morir nos hace que nos desentendamos de los demás, a ser menos solidarios, a pensar solo en nosotros y en nuestras familias.
No podemos obviar, sin embargo, que el miedo a la muerte ha acompañado a la humanidad a lo largo de todo su andar por este “valle de lágrimas”. Pero hoy más que nunca –frente a las condiciones actuales que nos toca padecer– se tiene conciencia de la fragilidad de la vida. Así pues, la muerte cobra hoy mayor relevancia en nuestra existencia como una situación no lejana, sino cada vez más cercana.
Hoy más que antes entendemos, no sin cierta amargura, que todo prescribe, que todos prescribimos, que la “fecha de caducidad” nos alcanza a todos. Por eso, porque sé que voy a morir, soy un amante irredento de la vida, de la profunda emoción que me causa la mirada de mi hija, de la admiración que siento al ver los celajes del cielo al atardecer, del estremecimiento que recorre mi cuerpo cuando descubro que aún hay actos de gran bondad en los seres humanos. Y me niego a morir, me opongo a que la señora Muerte me aparte de tanta belleza, pero sé, parafraseando al poeta Barba Jacob, que llegará un día en que levaremos anclas para jamás volver, un día que discurrirán vientos ineluctables. ¡Un día en que ya nadie nos podrá detener!