lunes, 15 abril 2024

Al Cuty lo que es del Cuty: guí­a para la seducción

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Gustavo César Echevarrí­a Estrada, el Cuty, es uno de los pintores cubanos más perturbadores y tiernos que conozco

A la memoria de RC y para RG,  dulce siempre

Un antiguo aserto romano rezaba que la mujer del César no solo debí­a ser honrada, sino  además parecerlo. La frase, como sabemos, se la dedicó el gran Cayo Julio César a su segunda esposa Pompeya, de quien se dice que era una mujer de notable  belleza, pero de precario entendimiento. Según el relato que ha llegado hasta nosotros, César se divorció de Pompeya porque asistió a una Saturnalia,  suerte de carnaval orgiástico al que el poeta Catulo llamó “el mejor de todos los dí­as”. En opinión de otros historiadores, Pompeya se habrí­a dejado seducir por un amante en su propia morada. Al final, podrí­amos aplicar aquí­ otra frase, y es aquella de que “a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César””¦o lo que es lo mismo, el soberano nunca debe ver desmerecida su honra ni su buen nombre, aunque luego en su vida privada haga todo lo contrario, como sucedí­a con el afamado conquistador de las Galias, de quien todos conocí­an sus inclinaciones bisexuales, sus muchas infidelidades y sus amorí­os juveniles con prí­ncipes extranjeros como Nicomedes, rey de Bitinia. 

He tomado esta anécdota romana, llena de morbo y erotismo, como coartada legitima, desde mi doble condición de historiador y amante del buen arte, para hablar de otro César, en este caso un artista contemporáneo que ha dedicado su obra precisamente a mostrarnos el desnudo y la sensualidad de los cuerpos, sin  puritanismo ni hipocresí­a, con buen gusto y generosidad. Gustavo César Echevarrí­a Estrada, el Cuty, es uno de los pintores cubanos más perturbadores y tiernos que conozco. Estamos en presencia de un hombre  bohemio y terrenal, dueño de una estética personalí­sima, dirí­a única, y esto ya serí­a razón suficiente para tenerlo en cuenta. Pero además porque el Cuty pinta descripciones densas””en el sentido que le otorgó Clifford Geertz a este concepto”” búsquedas de significados, semióticas del desnudo y de los fluidos corporales que otros desdeñan, por temor al prejuicio, la mojigaterí­a o la maledicencia, o peor, a ser considerados publicistas de un tema “menor”, “obsceno” o “escabroso”.  De este modo, la franqueza y la transparencia del pintor, al asumir lo erótico, o lo considerado impúdico o lujurioso, como  hecho cultural, natural y auténtico, son insobornables. No debemos olvidar que la producción de significados en toda obra artí­stica es un hecho que se produce socialmente, tiene un carácter público, y en este sentido los fluidos  que Cuty pinta son también fluidos de conductas humanas y de su discurso social, tramas de significación que esperan ser decodificadas, más allá del cliché del desnudo como una mera representación frí­vola de los cuerpos.

En  su ya extensa y provocadora obra, el Cuty no ha dejado por un momento de practicar su osadí­a ni ejercitar su desprejuicio, es decir, su vocación a  construir metáforas del placer y cartografí­as del cuerpo, en algunos de sus costados más inquietantes, voluptuosos o í­ntimos, como sucede cuando la mujer penetra en el baño para lavarse o masturbarse;  o se levanta semidesnuda y se sienta a tomarse una taza de café, brindar con una copa de vino o fumarse un puro, con esa mirada insolente o despiadadamente dulce  que nos desarma. El  hecho estético que predomina en buena parte de los dibujos,  acuarelas y óleos del Cuty es un acto fisiológico y de una singular privacidad: el de la mujer en el momento de ir al baño a orinar, sin que nunca sepamos bien si está iniciando o  concluyendo esa breve micción. El tiempo del cuadro se detiene en una postura anatómica intermedia y ambigua. Ella generalmente está sentada o semi inclinada hacia atrás o hacia adelante,  casi siempre ocultando pudorosamente su sexo, en una actitud que tiene algo de indescifrable y comunicativa al mismo tiempo, pues Ella en ocasiones ladea la cabeza, en otras sonrí­e, nos mira extrañada o simplemente cruza las manos o los pies como una bailarina.

Ella, nos dice el pintor en los tí­tulos de sus cuadros, sabe esperar, no se sienta en baños públicos y pocas cosas le dan pena, parece que hasta podrí­a empezar a contarnos algo de su vida intima, como si nos tumbáramos sobre la hierba húmeda a su lado, aunque no nos gusten las flores”¦.No hay nada inmoral o impúdico en sus gestos, que más bien son indolentes, elegantes y delicados. Precisamente en esa aparente despreocupación, en esa estudiada indiferencia, reside una misteriosa fijeza del cuadro que nos inquieta y la hace a Ella parecer enigmática. Lo que sí­ sabemos es que Ella todo lo hace con destreza, dirí­a que hasta con un eficaz desparpajo, adornada por cierta sofisticación en el vestuario (botas, sombreros, camisetas ajustadas, carteras, algún collar), en ocasiones con las piernas bien abiertas y los pechos apremiantes””las tetas que todas quisieran tener y todos quieren tocar, nos dice con malicia””, con una extraña mixtura de naturalidad y lascivia, como esas hembras insaciables que pueblan el imaginario del director de cine italiano Tinto Brass, más cercano en mi opinión a la estética del Cuty que las  mujeres siempre al borde de la histeria de Pedro Almodóvar.

Todo este ritual se produce en un baño de paredes invisibles, donde las fronteras entre lo público y lo privado se tornan imprecisas y porosas. Pensamos ingenuamente, desde afuera del cuadro, que es Ella la que nos invita a ingresar en su intimidad, como si dejara la puerta entreabierta, pero en realidad somos nosotros los que empujamos para entrar, los que no resistimos la tentación de echarle un vistazo, de observarla con fruición, de no perdernos ni un ápice de sus gestos, sus fantasí­as cuando se  erotiza o su desgano a la hora de bajarse el blúmer o ajustarse la tanga. Ella no toma precauciones, simplemente se muestra,  nos desafí­a y también nos desdeña, pues se sabe inalcanzable. Sin embargo, pronto nos percatamos de que se trata de un placer compartido, pues de algún modo secreto somos observados por Ella, o por terceros que nos rodean silenciosos, y que también quieren disfrutar de ese instante de regodeo frente a una mujer imperiosa y displicente.

 Los (ad) miradores de la obra del Cuty no somos voyeurs en el sentido estricto de esta palabra, que se refiere a quienes observan patológicamente la sexualidad ajena, sino que somos sus compinches, ilustrados en el í­ntimo encanto del atisbo sensual, un poco descarado, es cierto, pero nunca cruel ni ofensivo. Mirando sus cuadros, de trazos  limpios y colores sepias, terracotas o pasteles, con manchas de color  y veladuras que disimulan un tanto las formas, saciamos con naturalidad nuestra hambre de visualizar mujeres bellas, hedónicas, opulentas y algo maternales. Nos dejamos someter por una concupiscencia de la mirada, que tiene mucho de hechizo y de intensa devoción. Esa contemplación furtiva y deliciosa nos hace cómplices del autor y nos deja visibles al mismo tiempo, todo lo contrario del voyeur, que prefiere mantenerse en la sombra. No queremos espiar la sexualidad de los otros ni expiar ningún pecado original, queremos sencillamente disfrutar, gozar y sentirnos bien.

La pintura del Cuty nos conmueve además por su visceral honradez y su candorosa humanidad. Conocedor profundo de la historia del arte, en él no hay poses esteticistas ni impostura académica alguna. Tampoco predica falsos moralismos. Incluso, cuando se permite ciertos cuadros, que algunos timoratos calificarí­an de polí­ticamente “incorrectos”, en los que un Lenin muestra su sexo mientras orina u observa de soslayo, bajo un emblema pop de la hoz y el martillo, una sensual muchacha, no podemos menos  que pensar en un homenaje al Lenin hombre, criatura de carne y hueso, y no al cadáver momificado en una urna o en los manuales  hemipléjicos del estalinismo.

Lejos de querer epatar o molestar con su obra, Cuty quiere contentarnos la existencia,  inquietar nuestra mirada, hacernos cómplices de su lucidez y de su alegrí­a de vivir. Y logra, con una obstinación admirable,  seguir mostrándonos el lado más humano de las personas y de las cosas, que puede ser el del dolor interior y el malestar fí­sico, pero también el del placer en su estado primordial, el goce apenas contenido y la delectación más genuina. La calidez y el oscuro esplendor de los cuadros de Cuty nos lo hacen sentir muy próximo y querible. Con ello quiero decir que, aunque nunca lo confiesen, muchos quisieran tener alguna de esas (per) (mas) turbadoras imágenes en su poder, para  sublimar o exorcizar í­ntimas fantasí­as eróticas. Yo, que tengo una cartulina del Cuty colgada en mi habitación, confieso que no tendrí­a ningún problema con llenar toda una pared con varias de sus obras.

He  visitado algunos mediodí­as a Cuty en la sala de su casa, ese sitio donde tan bien se está y donde recibe a los amigos, después de frecuentar las delicias de noches interminables y libaciones cosacas. Sentado tras una mesa atestada de objetos inverosí­miles, con el cabello desordenado y la barba curtida, suele invitarnos a degustar unos epicúreos almuerzos preparados por él mismo. El Cuty que conozco es un refinado sibarita, una mezcla de Pantagruel con el Bosco y Toulouse Lautrec, aliñado con dosis de Bukowski, una ración de Berlanga y algo de Pasolini, de Buñuel y de Alfred Hitchcock. Pero también le atañen el divino Dalí­ o el último Picasso, dos erotómanos convictos y confesos.

Como un Buda sereno, Cuty prodiga su don de gentes con magnificencia y esmerada delicadeza. Idolatra el afecto y cree con fervor en la lealtad de los buenos amigos. Su conversación es fácil, inteligente y fluida, con algún que otro resoplo para sazonar el diálogo. Su oronda anatomí­a se desliza con suavidad entre los muebles y los lienzos que esperan ser terminados. Mientras comemos, todas las mujeres que nos acompañan silenciosas desde las paredes, también nos miran y sonrí­en con picardí­a, entre ellas una, su inspiración de siempre, como queriendo sentarse a nuestro lado, a compartir el espléndido banquete.

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