La noche que supe que mi padre habí­a muerto

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"En eso, sin ninguna precaución, Luisa me pregunta: 'Oí­me Juan José, ¿en qué paró por fin esa noticia que llegó hace como un mes de El Salvador, en la que se decí­a que a Roque lo habí­an matado?'"

A la memoria de Roque Dalton (1975) y de Roquito Dalton (1982)

Era el año 1975. Habí­a terminado el segundo año de secundaria en la Escuela “Manuel Bisbé”, de Miramar, en La Habana. Estábamos de fiesta porque todo mi grupo habí­a pasado de grado y con buenas notas. Mi grupo era un poco “discriminado”: nosotros éramos “los blanquitos cochinos”, es decir, los “hippis”, a los que les gustaba la música en inglés, por entonces prohibida en las radios cubanas.

Nos habí­amos reunido en casa de Smyrna, mi fiel y eterna amiga venezolana. Bailábamos, tomábamos las primeras cervezas y los primeros tragos de ron, más bien, de “Coronilla”, que era el aguardiente que por entonces se vendí­a en Cuba, así­ como un vino Vermut y un coñac búlgaro.

Estábamos los de siempre: Moré, el novio de Smyrna, así­ como sus hermanas Sneyma y Yurinzska. Luisa, la mamá de Smyrna, y un grupo de amigos de ella que eran periodistas de diversos medios cubanos. Luisa trabajaba en Prensa Latina, la agencia internacional y oficial de Cuba, un lugar privilegiado donde llegaban noticias de todo el mundo. Yo hací­a chistes y me burlaba de medio mundo. En fin, estábamos en gran jodedera, celebrando el fin de curso. Era finales del mes de junio de aquel 1975.

La fiesta fue terminando y nos quedamos un reducido grupo, casi la pura familia venezolana y yo. En eso, sin ninguna precaución, Luisa me pregunta: “Oí­me Juan José, ¿en qué paró por fin esa noticia que llegó hace como un mes de El Salvador, en la que se decí­a que a Roque lo habí­an matado?”.

Yo sentí­ como un escalofrí­o que me atravesó el cuerpo. “No -respondí­ inmediatamente y agregué lo que tení­amos indicado decir para cualquier caso-. Mi padre está en Vietnam, hace poco recibimos carta de él y está bien.” Lo cierto que sí­ sabí­amos que estaba en El Salvador y que estaba integrado a la guerrilla.

Luisa quiso cambiar de conversación pero alguien le preguntó más. “No recuerdo muy bien”, explicó ella, “pero la noticia era rara, algo así­ como que lo habí­a matado la propia guerrilla”. “Creo además que no era cierto porque de haber sido cierto, ya habrí­a un gran escándalo”, finalizó Luisa.

La inquietud y la incertidumbre se apoderaron de mí­; la alegrí­a de la fiesta desapareció más de mi alma que de mi rostro; miré la hora y era de madrugada. Tení­a que caminar yo solo como más de 10 cuadras: desde Paseo hasta la Calle J. Iba desesperado por llegar a casa.

Tení­amos instrucciones de mi madre de contarle todo lo referido a mi padre, cualquier comentario. Así­ que llegué a la casa, la desperté y le conté todo lo que Luisa me habí­a dicho.

Yo le vi el rostro a mi madre. Ella trataba de ser fuerte pero su mirada la delató. “Andá a acostarte, tranquilo. Mañana hablamos.” Me fui a llorar a mi cuarto, quién sabe cuánto tiempo. Desde entonces no aguanto la tristeza sin que se me salgan las lágrimas como cuando era un adolescente romántico y soñador.

Muy temprano mi madre y mi hermano mayor Roque -muerto en combate en Chalatenango en octubre de 1981- , nos reunieron a Jorge y a mí­ en la mesa del comedor. Nos explicaron que habí­a una enorme confusión y que se estaba investigando todo lo referido a mi padre porque las noticias eran que lo habí­an asesinado, pero que no habí­a ninguna certeza.

Mi mamá y Roque tení­an un mes de saber todo lo que estaba pasando pero no quisieron decirnos nada hasta que termináramos el curso.

Los asesinos de mi padre, es decir, la dirección de entonces del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) -encabezada por Edgar Alejandro  Rivas Mira, quien ya falleció, y Joaquí­n Villalobos-, ordenaron el asesinato de mi padre el 10 de mayo de 1975, pero no lo dieron a conocer  hasta finales de ese mismo mes en un pequeño comunicado lanzado en la Universidad de El Salvador (UES). Alguien me contó después que no tení­an  el valor de dar la noticia ni menos justificar el crimen hasta que tuvieron la “gran idea” de decir que mi padre era “agente de la CIA”.

Ese  mismo dí­a que se supo de la noticia mi abuela paterna llamó por teléfono a mi mamá desde San Salvador a La Habana. La sufrida señora fue  entrevistada por diarios y medios radiales; ella pedí­a evidencias, pero  los criminales nunca quisieron entregar el cadáver y según una versión,  sus restos fueron abandonados en un lugar conocido como “El Playón”; el  mismo utilizado por los escuadrones de la muerte de ultraderecha para lanzar a sus ví­ctimas.

Este mes de mayo, como todos los mayos desde 1975, en El Salvador y en varias partes del mundo se conmemora el asesinato de aquel gran intelectual revolucionario que fue Roque Dalton.  Su vida fue azarosa: el odio, la envidia, la cárcel y el exilio lo victimizaron, pero su obra es un monumento a la inteligencia.

Su muerte dejó en nosotros una herida que no se cierra pero vivimos orgullosos de nuestro padre, a quien esta sociedad (la salvadoreña) y el  mundo ha comenzado a reconocer y a apreciar como un talento incomparable y un pilar fundamental de lo mejor de la cultura latinoamericana.

En contraste, sus asesinos sobrevivientes, Rivas Mira, Villalobos y Jorge Meléndez, podrán vivir en Londres o en Oxford o  San Salvador o en cualquier otro lado del mundo, pero cada vez más la historia los coloca como lo que fueron: los miserables asesinos de Roque  Dalton, matones impunes y traicioneros.

San Salvador, mayo del 2007.

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Director General y Fundador de Grupo Dalton: Diario Digital ContraPunto, Periódico AudioVisual ContraPuntoTV y Archivo Digital Roque Dalton
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