Cuando pensamos en la batalla de ideas nos vemos discutiendo con el enemigo, empleándonos a fondo para oponerle argumentos, desenmascarar sus maquinaciones y sumar aliados contra él. El enemigo existe: el imperialismo capaz de destruir países enteros, como pasó en Libia; el sistema capitalista transnacional y sus aliados criollos, que seducen y matan; la dominación cultural y mediática, que despolitiza y embrutece. Contra el enemigo, contra él damos batalla.
Pero la más incómoda batalla de ideas es la que estamos obligados a emprender entre nosotros, con los camaradas y colegas. Tan inconveniente es que parece mala educación, ingratitud o algo peor: connivencia con el enemigo, traición. Sin embargo, es una batalla urgente. Incluso se podría decir que, mientras no nos metamos en ella, las batallas contra el enemigo estarán perdidas de antemano.
¿De qué ideas se trata? Pues de las que importan: los movimientos políticos de izquierda, partidos y grupos sociales alternativos y los pueblos que se comprometen con la lucha antisistema son receptáculos y productores de ideas y de prácticas consistentes con ellas. Quienes nos consideramos “de izquierda” ―marxistas, revolucionarios, progresistas, antiimperialistas, bolivarianos, feministas, ambientalistas― “gestionamos” ideas sobre cómo funciona la sociedad y cómo debería funcionar, y fomentamos políticas, estrategias y acciones concretas sobre la economía, educación, protección ambiental, defensa nacional… en fin, sobre lo que, en mayor o menor medida, preocupa a la sociedad.
Gran ingenuidad sería sostener que siempre estamos de acuerdo en todo y no es menos ingenuo sostener que al menos estamos de acuerdo en lo más básico. ¡Si incluso no estamos de acuerdo en qué sería eso “básico” y qué no lo es! Otra cosa es que, a pesar de los desacuerdos, construimos alianzas, echamos el hombro y somos capaces de llamarnos entre nosotros “compañeros”. Y, naturalmente, siempre es posible deshacer estas alianzas, asociándonos a otros proyectos similares o desentendiéndonos del todo de lo que antes nos animaba tanto.
El primer error aparece cuando pensamos que, para que no se deshagan las alianzas, estamos obligados a pensar lo mismo sobre lo mismo o a escuchar “obedientemente” a quienes “saben más”. No solo es que, con frecuencia, hay que hacer un gran esfuerzo para percibir un poquito de saber en muchos de nuestros “líderes”, sino que incluso las palabras más sabias del mundo deben ser siempre objeto de cuestionamientos y críticas, ya que el saber siempre es una herramienta de nuestros intereses y de las cambiantes arquitecturas del poder. Por eso, no solo podemos disentir del camarada líder, sino que tenemos la obligación de hacerlo.
A veces, nuestras diferencias no son, propiamente hablando, acerca de ideas por las que vale la pena batallar, sino diferencias de opiniones sobre personas o hechos, diversas formas de evaluar las decisiones que se tomaron o no se tomaron a tiempo, o puntos de vista opuestos sobre la aplicación de tal o cual medida por parte del gobierno. No es que no tengan su importancia, pero dudo que la rimbombante expresión “batalla de ideas” pueda aplicarse a las opiniones de Evo Morales sobre la relación entre pollos y homosexualidad, o si el presidente Sánchez Cerén no debió visitar a Peña Nieto, durante lo más álgido de las marchas por los 43 de Ayotzinapa, o si Nicolás Maduro debería someterse a un referendo o no.
En realidad, los dos últimos ejemplos sí tienen relación con la batalla de ideas que debemos dar: la visita del presidente salvadoreño a México debe hacernos pensar en la importancia que supuestamente damos a las víctimas de la represión, donde quiera que esta se dé; el referendo en Venezuela tiene que ver con la democracia que los izquierdistas consideramos necesaria. Al Evo lo podemos dejar tranquilo con sus exabruptos.
El ejemplo del referendo sobre el gobierno de Maduro es apropiado para pensar en la primera idea que debemos discutir y es preciso advertir que no será una batalla sencilla. Esta es: ¿en qué pensamos cuando hablamos de democracia? La cuestión va más allá de si le ponemos el adjetivo “burguesa” o “socialista”, se trata de saber con claridad cómo funciona o funcionaría la democracia que queremos.
Mi impresión es que la idea de que nuestra democracia es distinta de la que predica el enemigo se acaba en el preciso momento en que necesitamos actuar democráticamente. Por ejemplo, decimos que debe ser participativa, pero solo nos preocupa la representativa; decimos que la democracia electoral es pérfida y tramposa, pero no pensamos más que en cómo hacer una campaña electoral que derrote al contrincante de turno, y eso entendemos por democracia, en la práctica.
En el fondo de esto se encuentra, me parece, otra idea que bien vale una guerra: ¿qué derechos estamos dispuestos a suspender para conseguir nuestros objetivos legítimos? Su sola mención hará temblar (de furia) a más de alguno, ya que parece natural responder que no es posible suspender derechos, que son inalienables, que la política no puede estar por encima de ellos, etc. Pero las cosas no son tan simples.
En realidad, la suspensión de los derechos de las personas por parte del enemigo es algo permanente, sostener lo contrario es una auténtica locura. Solo hay que preguntarle a los presos en Guantánamo o a los migrantes centroamericanos en el norte de México y sur de Estados Unidos. En lugar de reparar en esto, quienes no quieren oír hablar de una suspensión de derechos legítima se empecinan en decir que siempre debemos actuar dentro de un marco legal o que la Constitución es nuestra última referencia posible, cuando la cuestión apunta, más bien, a las razones por las que debemos suspender derechos y las razones por las que no.
Si tenemos claro que el derecho a la vida de los migrantes debe estar por encima de las leyes estadounidenses, ¿por qué es tan difícil entender que el derecho de Leopoldo López a andar por las calles no puede ser superior al del pueblo venezolano a vivir en paz? Si las víctimas de accidentes de tránsito son más importantes que el bolsillo de la clase media, ¿por qué debería ser justa la decisión de la Sala de lo Constitucional de fallar en contra del FONAT?
La idea que ya vemos emerger y que suscita no pocas escaramuzas es la que toca más profundo el corazón de nuestros camaradas venezolanos: ¿qué tanto están dispuestos a arriesgar por su revolución? ¿Es posible cambiar el sistema si no se lo derriba, si no lo hacen peligrar, si no le causan auténtico daño al enemigo? Pensemos en la guerra económica en Venezuela: es real y hay muchos recursos en juego para derribar al chavismo a base de sabotajes y carestía, pero ¿por qué no funcionan las medidas del gobierno para combatirla?
Sin pretender tener todas las respuestas, creo que una razón esencial por la que el gobierno bolivariano no ha sido capaz de vencer en esta guerra es porque no está dispuesto a ser auténticamente socialista. Pienso que esto es así, en algunos casos, porque muchos funcionarios se benefician de lo que pasa, pero no es ese el problema esencial, a mi modo de ver. Lo más grave es que no se tiene auténtica confianza en que las medidas socialistas ―el control estatal del mercado, la expropiación de los medios de producción, el control de la información en función del bienestar del pueblo― puedan dar resultado o se cree que hacerlo será equivalente a invitar a que los invadan.
En este último caso, ¿pensaban que no sería necesario estar preparados para eso? En Venezuela, se viene hablando de una posible invasión desde hace mucho tiempo, ¿tiene sentido que no se hayan preparado para lo que se viene anunciando, prácticamente, en cada discurso presidencial? Si pensamos en El Salvador, las cosas son bastante parecidas. El gobierno del FMLN está, sin duda, bajo un ataque constante de los medios de comunicación, las gremiales empresariales, el partido ARENA y muchos otros, pero ¿significa eso que el Frente hace lo necesario para defenderse del “Golpe Suave”? No lo creo, al contrario, parece que a los desatinos legítimamente censurables ―malas decisiones en materia de seguridad, una postura miserable en lo que respecta a la justicia para las víctimas, derroche de recursos o atisbos de corrupción― hay que sumar la pésima costumbre de reaccionar tarde y mal a todo lo que les lanzan encima, como cuando denuncian y acusan a diestra y siniestra, para luego esmerarse en hacer las paces con la derecha empresarial, sus supuestos enemigos jurados.
Hacer lo necesario para estar en el poder no equivale siempre a hacer lo debido por el bien del pueblo. En Bolivia, Ecuador, Venezuela y también en nuestro país, esto puede verse con claridad en las contradicciones entre el discurso antisistema y las políticas que protegen a las transnacionales mineras o que identifican la salida de la pobreza con la explotación inmisericorde de la naturaleza. Pero, por otro lado, ¿cómo hace un gobierno de izquierda para mantenerse en el poder si no da a los ciudadanos lo que le solicitan? No nos hagamos los tontos, la voz del pueblo que cuenta para las luchas electorales es la que reflejan las encuestas de opinión y esa voz está lejos de ser muy racional que digamos. Preguntemos a la gente si quiere la minería y, posiblemente, dirá que no, pero preguntemos si desea bienes de consumo y, seguramente, dirá que sí. ¿Qué haces si no puedes mantener tu gobierno a no ser que, al mismo tiempo, explotes todos los recursos a tu disposición?
Posiblemente debamos decir que hay que renunciar a ciertos consumos en función de la seguridad alimentaria o el acceso al agua pura. Pero, ¿quiénes sostienen eso? Acá hace su aparición una idea que dará mucha batalla, sin lugar a dudas: ¿a qué estamos dispuestos a renunciar con tal de producir un cambio ideológico que beneficie a las mayorías? Porque lo que desean las mayorías no siempre coincide con lo que necesitan para vivir dignamente, para desarrollarse humanamente. La Venezuela de Chávez proporcionó casas, trabajo, salud, educación y mayores ingresos, pero la mayor parte de la gente quizás pensó que el siguiente paso serían dos o tres televisores de pantalla plana y no necesariamente el acceso a recursos sostenibles para la vida humana.
¿Es legítimo decidir por los demás? ¿Deberíamos los izquierdistas aceptar lo que pide el pueblo, en lugar de hacer lo que más le conviene? Por supuesto, esto se relaciona con otra cuestión: ¿no es ya un error trazar esta línea entre “los izquierdistas” (chavistas, efemelenistas) y “el pueblo? En lo que respecta a El Salvador, no me cabe duda de que estamos en pañales en lo que se refiere a la construcción de mecanismos comunitarios democráticos, que den voz propia a las mayorías. Una sociedad organizada y formada ideológicamente es la mejor defensa contra el enemigo, pero esto nunca ha sido una prioridad para la mayor parte de la izquierda salvadoreña, mucho menos para el actual FMLN.
Precisamente, esa deficiente arquitectura de asociación comunitaria vuelve más urgentes las preguntas anteriores, ya que aunque lo ideal sería que las comunidades organizadas establecieran una visión propia de lo que necesitan y lo que se debe hacer, es ingenuo pensar que tales estructuras organizativas siquiera existan o tengan alguna relevancia. Por el contrario, si hay en El Salvador un conjunto de “organizaciones populares” dominantes esas son las pandillas y dudo mucho que sea su visión la que el país necesita, lo cual tampoco quiere decir que estén compuestas por infrahumanos ni nada parecido.
Todas son ideas incómodas, pero hay que hacerlas. Negarse a ello es el primer paso a la derrota, pues el alma de la izquierda está configurada por las ideas nuevas y la visión alternativa. Si no somos capaces de apuntalar bien estas ideas y esa visión, mediante la batalla de las ideas revolucionarias, ¿qué sentido tiene presentarse a ninguna guerra?
(*) Académico y columnista de ContraPunto