Por Carlos Velis.
Mi infancia la viví entre dos mundos, el de mi madre, sencillo, provinciano, entre cristiano y pagano, con ciertas reminiscencias judías; y el de mi padre y mi madrastra, él, deportista, egocéntrico, competitivo, ella, estadounidense, de raíces escocesas. De mi madre aprendí el amor por la música, el arte y la lectura. Era una verdadera artista de la costura y, sobre todo, el valor de lanzarse a la vida para sacar adelante a cuatro hijos. A mi padre le costó mucho entender que no me interesaba el atletismo, sino una carrera artística, en un país donde recién cerraban la institución oficial, Bellas Artes, pero admiró mi habilidad para la pantomima; creo que eso le aliviaba un poco su corazón de atleta. También estaban mis tías, excelentes bordadoras y cocineras. Me chancleteaban.
Pero de la que quiero hablar es de mi madrastra, Emmy, blanca, pelirroja, elegante, con un español correcto, un acento ligeramente fuerte y una risa franca, potente y contagiosa. Su cara se dulcificaba cuando hablaba con la gente humilde; pero soltaba su maltusianismo cuando opinaba de la situación. Sostenía que la gente pobre no debería de tener hijos. De una cultura exquisita, me enseñó a amar la música del Norte, el jazz, Sinatra, los Weavers y el adorable Pete Seeger. Pero la principal huella que dejó en mí, además del idioma, fue ampliar mi mente a mucho más allá del mundo provinciano y colonial de los 60.
Desde que me conoció, me adoptó plenamente. Su casa fue mi casa; luego vinieron mis hermanitas, con quienes compartí dulces horas y muchas risas. Aprendí de ella que todos los seres humanos somos iguales y que todos merecemos empatía.
Con ella conocí un Estados Unidos de América muy diferente, que ya no existe. Un sistema fundado en la confianza, con un espíritu socialista para su propia gente. Un mundo muy diferente a lo que se convirtió con el neoliberalismo y su sistema capitalista voraz, que terminó fagocitando sus propias entrañas.
Ya en ese tiempo, había ciertas voces disidentes de la política internacional de Estados Unidos. Por ella conocí dos libros muy interesantes para conocer esa sociedad: “A Nation of Sheeps” (Una nación de borregos) y “The Ugly American”, (El americano feo). Eran los inicios del imperio, ya habían usurpado el gentilicio America (sin tilde).
Cuando, a la muerte de mi padre, en los 80, ella regresó; puedo asegurar que muy decepcionada con ambos países. Mis actividades políticas siempre fueron un sobreentendido con ella. La última vez que hablamos, fue para la elección de Obama y no creía en él. Afortunadamente para ella, no vivió la era de Trump. Murió en 2013.
Ahora, viendo las crisis sociales, la epidemia de las drogas, los asesinatos en las escuelas, Texas y California jugando al separatismo; y una política exterior errática, que gasta todos sus recursos en guerras y pillajes por el mundo, me pregunto ¿qué pasó de aquella sociedad nacida con grandes sueños de democracia y libertad?