lunes, 15 abril 2024

Un paso adelante… ¿cuatro o cinco atrás?

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¿Por qué es vital la información pública? ¿Para qué sirve? Estas son dos interrogantes que debemos hacernos, para responderlas tanto desde su perspectiva global como desde la nacional. Sobre todo, sabiendo que ya no vivimos una realidad en la cual no era posible enterarnos de acontecimientos decisivos en ámbitos tan cruciales como ‒por ejemplo‒ seguridad, salud, educación y pensiones. Tampoco de las políticas públicas y sus resultados en esos y otros asuntos. Antes, determinadas élites tomaban las decisiones sin consultar ni rendir cuentas a la población. Pero eso, poco a poco, se ha ido superando y ya no sorprende la exigencia social de la necesaria transparencia que permita conocer, sin obstáculos, cómo y por qué los Gobiernos en sus distintos niveles adoptan resoluciones trascendentales que impactan la vida del común de la gente, para bien o para mal.

Busquemos respuesta, pues, en la Relatoría Especial para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Esta sostiene que el derecho de acceso a la información es “fundamental para la consolidación, el funcionamiento y la preservación de los sistemas democráticos y cumple una función instrumental esencial para el ejercicio de los derechos”. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su jurisprudencia, establece que las libertades de pensamiento y expresión comprenden “también el derecho y la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole”.

En tal sentido, el tribunal regional asegura que la obtención de la información se cobija en el derecho a recibirla y en “la obligación positiva del Estado de suministrarla, de forma tal que la persona pueda tener acceso a conocer esa información”; también a recibir “una respuesta fundamentada” cuando, de acuerdo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos, “el Estado pueda limitar el acceso a la misma” en un caso concreto. “Dicha información ‒determina la Corte Interamericana‒ debe ser entregada sin necesidad de acreditar un interés directo para su obtención o una afectación personal, salvo en los casos en que se aplique una legítima restricción”.  

Pero además hay un antecedente importante. Se trata de la resolución 59 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, aprobada en 1946, en la cual quedó establecido que “la libertad de información es un derecho humano fundamental y la piedra de toque de todas las libertades”.

En esta materia, pues, el mundo ha avanzado; sin embargo, en El Salvador se observa lo que Vladimir Ilich Lenin escribió en 1904: “Un paso adelante, dos atrás”. Después de un esfuerzo sostenido impulsado por la Asociación de Periodistas de El Salvador, organizaciones sociales, universidades y otras entidades, la Asamblea Legislativa aprobó el 2 de diciembre del 2010 la Ley de Acceso a la Información Pública; pero el entonces presidente, Mauricio Funes, devolvió el decreto con observaciones que fueron aceptadas parcialmente. Así, entró en vigor hasta el  8 de mayo del 2011.

¿Un avance? ¡Claro! Pero de inmediato, el mismo Funes comenzó a sabotear su eficacia; quiso “llevársela de vivo” y por la vía reglamentaria trató de ponerle “candados” a la información que debía conocerse ampliamente. Además nombró a quienes integrarían el Instituto de Acceso a la Información Pública, hasta casi dos años después de estar vigente la normativa señalada: el 23 de febrero del 2013. El paso del tiempo ha revelado muchas de sus marrullerías y la tendencia enfermiza de apropiarse del dinero público, vivir con lujos y demás  despropósitos que contribuyeron ‒junto a otras “picardías” de algunos de sus funcionarios‒ para que ahora la mayoría de la gente no distinga al hablar de corrupción en su administración y la de su sucesor frente a las cuatro del partido que lo precedió: su supuesta antítesis.

Pero además, con el mal manejo de la cosa pública a lo largo de tres décadas,  le “sirvieron en bandeja de plata” las riendas del país a un grupo de improvisados en su mayoría ‒pero no por eso distanciados de las anteriores prácticas‒ que en plena pandemia también han conspirado y conspiran contra la transparencia, la rendición de cuentas y el derecho fundamental a la información pública para  ocultar lo mismo que “los mismos de siempre” intentaron esconder bajo la alfombra: su propia corruptela.

El 11 de junio de este año ‒por ejemplo‒ se declaró reservada toda la documentación del Laboratorio Nacional de Salud Pública con “información relacionada a los mecanismos de toma, procesamiento y divulgación de resultados de pruebas para COVID-19, dirigidas a las distintas dependencias del Ministerio de Salud”. ¿Cuánto tiempo? Dos años. Lo mismo ocurrió con el Plan Nacional de Salud y sus anexos, vedados al público por un año desde el 10 de septiembre recién pasado. Y lo que le están haciendo al Instituto de Acceso a la Información Pública, da para otra columna.

Pero estamos en El Salvador y no en Guatemala. Acá la mayoría de la gente, ojalá que no por mucho más, es víctima de una sobredosis del “cóctel narcótico” que la tiene anestesiada. Se trata de la combinación de lo maltrecho que dejaron al país los gobernantes anteriores con la básica, muchas veces pedestre y del todo manipuladora narrativa tuitera de la actual administración.

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Benjamín Cuéllar Martínez
Benjamín Cuéllar Martínez
Salvadoreño. Fundador del Laboratorio de Investigación y Acción Social contra la Impunidad, así como de Víctimas Demandantes (VIDAS). Columnista de ContraPunto.
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