Por Alejandro Herrera Núñez
Poco antes de morir el poeta Cesar Vallejo envió una carta a un amigo pidiéndole ayuda. Está es la historia de como se salvó la obra del poeta peruano. Entrevistamos a Carmela de Orbegoso, abogada, descendiente de un presidente y nieta de un amigo de verdad.
Cartas sobre la mesa
En una mesa presidencial del s. XIX, rodeada de libros y objetos de arte de tres continentes, me recibe Carmela de Orbegoso, tataranieta de un presidente de la República. Tiene un porte firme, el cabello amarrado de una manera inflexible por la cual no se escapa ni un pelo. Toda ella recuerda a una actriz mexicana de los años dorados del cine azteca. En el sólido escritorio presidencial, sobre el que hace casi dos siglos decidía el Mariscal de Orbegoso los destinos de la joven República, Carmela me muestra uno de los tesoros de su familia: cartas. Mientras me explica el contenido de estás, percibo estas cartas sobre la mesa como lo que realmente son: Historia sobre Historia. Las cartas que me muestra son las copias facsímiles de una serie de cartas escritas hace noventa años. Los originales se encuentran en la bóveda de un banco. ¿Cómo el simple papel puede valer tanto en cuanto a unas cartas originales?
Carmela me alcanza la copia con el mismo cuidado que un original. Empiezo por los datos que ubican el espacio y el tiempo. La carta data de los idus de marzo de 1938. Abajo aparece una dirección, rue de Rennes, París. Pero la carne está en medio.
Leo.
“Un terrible ‘sumenage’ me tiene postrado en cama desde hace un mes y los médicos no saben aún cuánto tiempo seguiré así. Necesito una larga curación y encontrándome sin recursos he pensado en usted, don Luis José, en el gran amigo de siempre, para pedirle su ayuda en mi favor. En razón de nuestra vieja e inalterable amistad me permito esperar que el querido amigo de tantos años me tenderá la mano (…) Se lo agradece de antemano, con un apretado abrazo, su firme e invariable amigo. César Vallejo”
Es difícil saberlo, pero podría ser esta la última carta de Vallejo antes de morir un mes después de escribirla. Pero ¿quién era Luis José de Orbegoso? Luis José era un amigo de escritores e intelectuales del norte peruano. Un hombre inteligente que procuraba reunirse con gente inteligente. Amigo de Víctor Raúl Haya de la Torre y César Vallejo, fue un hombre próximo a las vanguardias políticas y poéticas de su tiempo. Eso explica que Vallejo le dirigiera una carta rogándole ayuda. Quienes hemos pasado por la enfermedad y el abandono, sabemos muy bien lo difícil e íntimo que resulta pedir ayuda a alguien, y aún más si no es de nuestra familia. Muchas veces son amigos los que están a una altura superior de quienes comparten nuestro apellido. Ese es el caso de Vallejo respecto a Luis José. Solo imaginar tener que pedir ayuda y a alguien que está al otro lado del océano, nos pinta la situación desesperada por la que pasó el poeta del dolor. Además todos sabemos que la amistad muere cuando se pide dinero. La angustia de la enfermedad, el no saber a quien recurrir y el hambre atenazándolo, son el escenario psíquico por el que pasaba el poeta. Lo usual en casos como estos es que quién recibe la carta lo ignore. ¿Cuántas veces no ha pasado entre familiares y amigos? Lo inaudito es que Luis José si le contestó la carta y le envió dinero para su recuperación. Lo lamentable, es que cuando llegó la ayuda semanas después, Vallejo ya estaba muerto.
Carmela, una mujer audaz
La primera vez que ví a Carmela, nieta de Luis José de Orbegoso, fue en la Tiendecita Blanca. Vestía de rojo, el cabello amarrado y una voz poderosa. La rodeaba un séquito de magistrados que seguían sus pasos como quien sigue al león. Muchos meses después en su apartamento amueblado de reliquias de otro tiempo, entre jarrones Ming, biombos japoneses y cuadros de pintores famosos, me presentó las cartas de Vallejo a su abuelo. En su despacho presidencial, tras esa mesa histórica unas fotos: en una de ellas Carmela sostiene una mirada de fuego hacia el ex presidente Alan García mientras le agarra firme del brazo, Alan aparece con una sonrisa de preocupación. La fotografía parece decirme que Carmela sabe cómo tratar a los poderosos, con carácter y decisión. Entre otras fotos tiene una junto al genio jurídico alemán Roxin, y otra al lado del penalista español Muñoz Conde, el mismo que los estudiantes de derecho penal en toda Latinoamérica estudiábamos para entender de manera orgánica el derecho punitivo. Carmela es una mujer de mundo y ávida de saber y hacer. Suele presentarse en exposiciones o conferencias en los colegios profesionales o incluso el Congreso de la República. Hay una vena política, en el sentido de estadista, que emana en la firmeza de su voz. En su escritorio presidencial un retrato enmarcado en plata señala el origen de ese carácter y también una inspiración: su tatarabuelo, el Gran Mariscal de Orbegoso, presidente y dictador del Perú en los años que siguieron a la independencia del Perú.
Un presidente en la familia
La doctora abogada Carmela de Orbegoso me habla de su antepasado presidencial mineras se envuelve en historia, sentada en una silla colonial, con los brazos apoyados en la mesa de su tatarabuelo. Por todos lados algo distrae mi atención. Un biombo chino o quizá japonés, un Macedonio de la Torre, un león dorado, una foto de ella con el ex presidente boliviano Mesa Ginsbert, otra con el Papa. Y la escucho hablar con el pecho hinchado tratando de sacar esa fuerza histórica, que es la responsabilidad moral hacia el honor de sus ancestros y el Perú que adora.
“Nobleza y más nobleza, él dió toda su fortuna por la independencia” me comenta sobre su tatarabuelo. “Que se me devuelva solo los cascos de mis caballos”. Su opinión sobre la política actual es implacable: “¿Qué pasa con la pandemia, las vacunas y el inhabilitado Por menos muertes hay presidentes presos”.
Mi abuelo y padre
Otra casa, pero está vez de un pariente histórico, Haya de la Torre, septiembre 13, 1934. Cartas desde la clandestinidad de Victor Raúl: “Quiero que sepas que ni la política ni los accidentados tiempos me han apartado de tu recuerdo (…) Tu has sido siempre para mí uno de mis tíos preferidos por tus cualidades de hombre generoso. Tu espíritu de familia ha alentado mi leal cariño. He querido conversar contigo muchas veces (…) Se que tú eres para mí lo mismo. La vieja ligazón de sangre. Espero me consideres el sobrino de toda la vida. El sobrino que bien te quiere”.
El abuelo de Carmela tuvo interés por el arte y en brindar ese nexo entre el campo y la ciudad.
En palabras de Carmela: “El arte empieza con el don que Dios te dio y si lo cultivas estás haciendo el milagro que Dios hace en ti. Admiro todo lo que es arte, por eso tenemos que amar nuestra cultura, es parte de la formación de un ser humano. Creo que es la estimación más grande el ser culto”. Y no solo en apreciarlo sino en sentirlo con las manos. “Es una delicia tocar un libro. Acariciar sus páginas, es como si acariciaras el tiempo y los hechos escritos, sean en libros de la época, sean en pinturas o una mesa, como los muebles que me acarician en el recuerdo de mis ancestros y que me instan a ser una mejor peruana”.
Pero volvamos a las cartas de puño y letra. Otra de Víctor Raúl a su tío José. Julio 11 1942: “Últimamente leí, hay que defender a Trujillo de los tentáculos del centralismo (…) Lo que ocurre con los impuestos es algo absurdo y suicida. Es el propio gobierno el que está matando las energías del país. El monumento no basta, haría falta algo más…”
Los restos, las cartas, el recuerdo y el porvenir. “Que hermoso poder hacer realidad en obras” dice Carmela mientras sostiene la carta “juntar a las personas de bien que hagan realidad hechos históricos. Crecí en un ambiente de mecenas en la familia, mi madre misma fue una reconocida compositora”.
Pero entre sus familiares resalta la imagen de su ancestro presidencial, un hombre de un tiempo bisagra que se parece mucho al nuestro, y de quién queda además de su mesa, un libro, un libro de memorias, ideal para leer la situación política de Perú ahora.
Los papeles póstumos
Navidad para el pobre no es diciembre es cuando pueden dar o recibir. Luis José conocía a Vallejo, el Vallejo liberteño, y Vallejo guardaba el recuerdo de quien lo apoyó en La Libertad. Entonces llegada la carta de París, Luis José que estaba pendiente del desarrollo poético de su amigo, le envía un mil francos franceses. Pero una carta de vuelta le revela lo sucedido.
Entonces enviar una carta y hacer una transferencia no es como hoy en que se hace por Western Union. La carta debía viajar continentes enteros, luego transferir dinero demora un tanto más desde el recóndito norte peruano hasta llegar al destinatario. Eso explica que aunque el llamado fue oído, la ayuda no llegase a tiempo. A veces pedimos ayuda muy tarde por temer un rechazo. Lo sorprendente de esta historia es que la viuda de Vallejo, Georgette, le responde la carta de Luis José, y sin temor le solicita ayuda en dinero para poder imprimir las obras de Vallejo y evitar se quedaran perdidas, pues el dinero enviado, como ella explica, se lo había gastado en el sepelio del poeta peruano.
Le solicita 8 mil francos, una suma nada pequeña para la época. Georgette le escribe: “Deseo haga posible está publicación. Que me socorra usted en mi labor con Vallejo que ha sufrido en sus obras póstumas (…) Tengo en mi carta todo el recuerdo de Vallejo para convencerlo. Crea usted también que merezco me socorra en esta empresa porque como Vallejo he sufrido mucho”.
Lo que resulta aún más que sorprendente, sino es que milagroso, es que Luis José no negara esta nueva ayuda, sino que se prestara a enviarle la suma requerida. Eso es de una nobleza casi literaria. Estamos tan acostumbrados a la mezquindad que un acto de generosidad nos puede resultar algo salido de otro mundo.
Es difícil de considerar en el terreno de la especulación que hubiera sido de la obra de Vallejo sin este patrocinio póstumo de parte de Luis José. Pero una cosa es cierta, los hechos. Y los hechos dicen que un amigo en el norte del Perú se acordó de un amigo en apuros en París. Porque no debemos olvidar que ese Vallejo que todos conocemos, en 1938 era un don nadie, prácticamente un desconocido más allá del círculo de poetas. Entonces la ayuda de Luis José no solo es responsable de habernos legado el acerbo literario de Vallejo, sino que fue un acto desinteresado de trascender en la Historia, porque Vallejo entonces no era Vallejo, y sin embargo Luis José conocía y estimaba al verdadero Vallejo, ese hombre de la sierra que era su amigo. Y un amigo que se acuerda de un amigo merece ser recordado. Yo y todos los que leímos a Vallejo, te agradecemos Luis José, por ti sabemos que sentimientos atravesaban el corazón de tu amigo, y porque tanto le querías como para enviarle dinero tras dinero, primero por su salud, y después por la vida de su obra.
Cómo dice Carmela: hay que leer a Vallejo.
Algo se mueve en el cielo