Tres escenarios para reconstruir una masacre: La Joya

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Horas antes de cometer una de las mayores masacres en la historia de El Salvador y América Latina en El Mozote, el Batallón Atlacatl llevó acabo el asesinato de 25 personas en el cantón La Joya en Morazán

Escenario 1: una masacre anunciada

Como a las 10 de la mañana, Marí­a escuchó una “disparazón” por la escuela del cantón La Joya, caserí­o El Potrero, ubicada en Meanguera, Morazán. Aquel 11 de diciembre de 1981 su madre, sus hermanos, primos y vecinos fueron asesinados frente a sus ojos.

Marí­a del Rosario López Sánchez, ahora de 71 años, fue testigo de la masacre de 25 personas en aquel lugar. Ella tení­a 35 años entonces; estaba casada y tení­a tres hijos, hubiera tenido cuatro si no se le hubiera muerto uno por causas naturales. Viví­a de hilar y hacer hamacas y de una pequeña tienda que habí­a puesto en su casa junto a su esposo.

Su aspecto no es el mismo luego de tres décadas del hecho que cambió su vida. Ahora su cabello es gris y sus ojos se esconden detrás de un par de lentes para lograr ver bien. Sin embargo, su tez morena tiene unas pocas arrugas a pesar de su edad y sigue siendo una mujer enérgica.

Sin importar los años, su memoria está intacta y no olvida. Sus lágrimas todaví­a corren por sus mejillas cuando recuerda ese trágico dí­a, pero fuerza y valentí­a es lo que menos le falta. Podrí­a contar lo que le pasó a sus familiares todas las veces que sean necesarias para tratar de hacerles justicia.

“Mi familia fue asesinada el 11 de diciembre del “˜81 por elementos de la Fuerza Armada, del Batallón Atlacatl y otros, porque no andaban solos. Era demasiado ejército para que hubiera sido un solo batallón el que andaba”, explicó.

“Operación Rescate” es como se denominó la acción militar con la cual masacraron cerca de mil lugareños de la zona montañosa de Morazán, de acuerdo con el Informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas (ONU). Mandos militares del Atlacatl (que era un Batallón de Infanterí­a de Reacción Inmediata, denominado comúnmente como BIRI) fueron quienes efectuaron las ejecuciones masivas realizadas del 11 al 13 de diciembre de 1981 en el caserí­o El Mozote, cantón La Joya, caserí­o La Rancherí­a, caserí­o Los Toriles, caserí­o Jocote Amarillo y el cantón Cerro Pando.

Marí­a detalla que escuchó por radio que se acercaba un operativo de exterminio al que le decí­an “tierra arrasada”, pero nunca pensó que su lugar de residencia fuera un objetivo militar. Ella viví­a en la parte alta de este cantón al que se accede al atravesar el Rí­o La Joya. Un lugar en el que predominan árboles, no casas, por lo que escuchar una serie de disparos alerta a cualquiera, a pesar de que recién habí­a dado inicio la guerra civil en 1980.

“Yo escuché la disparazón que traí­an, como allá por la escuela del cantón La Joya, y fue cuando dije “˜voy para donde mi mamá”™ y cuando bajé me he encontrado con lo que estaba pasando”, precisó.

El juez Segundo de Primera Instancia de San Francisco Gotera, Jorge Guzmán Urquilla, fue quién ordenó en 2016 la reapertura del caso de El Mozote y de las masacres ocurridas en 1981. Marí­a del Rosario es una de las sobrevivientes que, 37 años después, ofrece su testimonio para reconstruir los hechos.

Escenario 2: el testimonio, el recuerdo y la huida

Alrededor de las 10 y media de la mañana, mientras corrí­a hasta la casa de su mamá para corroborar que estuviera bien, Marí­a se detuvo a punto de bajar la colina que la separaba de su destino. Lo único que estaba entre ella y sus familiares eran un poco más de 20 metros en lí­nea recta.

Al haz de una planta de maguey se escondió al ver que unos “matones” apuntaban con sus fusiles a toda su familia. Todos eran civiles, campesinos que viví­an de la agricultura y del maguey.

En aquel momento era normal pensar que los soldados agarraban saña contra los hombres y adolescentes, pero no contra las mujeres, los ancianos y niños. Estos grupos más indefensos eran los que estaban decididos a esperar en las casas a que la bulla de los soldados se terminara, mientras los hombres del lugar se iban a esconder a los matorrales por miedo a que los tacharan de guerrilleros.

Allí­ se encontraba Marí­a, frente a aquella casa de techo de teja, paredes de adobe y piso de tierra. De ese hogar, al que regresarí­a siete dí­as después, solo quedaron cenizas, restos de aquella matanza indiscriminada realizada por el Batallón Atlacatl y el olor de los cadáveres quemados y en proceso de descomposición.

“No hay pruebas de que las personas participaran en un combate. Fueron ví­ctimas intencionales extrajudiciales de una masacre”, afirmaron las antropólogas forenses Mercedes Dorette, Patricia Bernardi y Silvana Turner. Las cientí­ficas del Equipo Argentino de Antropologí­a Forense (EAAF) detallaron en agosto de este año la forma en que ocurrieron los hechos y cómo el exterminio en el El Mozote, así­ como los que ocurrieron en los lugares aledaños como La Joya, fue una violación seria del Derecho Internacional Humanitario y del Derecho Internacional de Derechos Humanos.

En la casa de Carlos Sánchez, como ahora se conoce al lugar donde ocurrió la masacre en La Joya, el ejército salvadoreño reunió a todas las personas que pudieron encontrar en el cantón. Entre estos estaban niños, adolescentes, hombres, mujeres, ancianos y una bebé que tení­a un dí­a de haber nacido. Ninguno de ellos era un guerrillero o un combatiente en potencia.

“Toda fue gente civil. ¡Qué guerrilleros iban a ser esos niños si no conocí­an las armas, ni yo las conocí­a pues!”, reclamó Marí­a entre sollozos. Mencionó que cuando ella escuchaba sobre la guerrilla, no entendí­a qué era.

A sus 35 años de edad “imaginaba que eran como guerreadoras”. Hasta después se dio cuenta de que eran personas campesinas las que andaban armadas, pero ninguno habitaba en esa zona.

Marí­a vio que “por la calle los traí­an” a todos en fila india, como si fueran directo al matadero. Notó que habí­a más soldados y para que no la vieran tuvo que cubrirse con una mata de mezcal.

Cuando miró que comenzaron a matarlos, corrió de regreso a su casa con los disparos de fondo. Lo único que no recuerda de ese dí­a es el tiempo que hizo del lugar de la masacre hasta su casa. “En esos momentos uno como que se corta. A veces se paraliza y luego vuelve a agarrar ánimo”, indicó.

Conmocionada por presenciar el asesinato de toda su familia, pero con paso ligero y con temor de que los soldados se percataran de su presencia, logró llegar a su vivienda para advertir a su esposo de lo que estaba sucediendo a, aproximadamente, un kilómetro de donde estaban ellos. La serie de balazos que escuchó ya habí­an prevenido a José de los Ángeles Mejí­a unos minutos antes de la llegada de su esposa.

Eugenio, Mélida y Rosalina huyeron junto con sus padres de la casa en la que habí­an nacido. Dejaron atrás 60 gallinas, cuatro cerdos gordos, dos vacas, cuatro docenas de hamacas de hilo de mezcal que habí­a tejido Marí­a en los últimos dí­as y todos los productos que tení­an en la pequeña tienda que habí­a puesto la familia con tanto esfuerzo.

Aquella familia de cinco se fue con las provisiones que sus manos les permitieron agarrar y con los perros que tení­an como mascotas. Mientras huí­an hacia los montes aledaños, Marí­a se encontró con su hermano Santos López y dos de sus sobrinos. “Ya le habí­an asesinado a la esposa con tres niños, él se unió conmigo”, comentó la sobreviviente. Los ocho se dirigí­an rumbo al cerro El Perico.

Escenario 3: “un niño muerto, un guerrillero menos”

Eran cerca de las 3 de la tarde cuando llegaron a la montaña. Estaban lo suficientemente lejos como para que no los atraparan los soldados. Con unos árboles menos de los que hay en la actualidad, lograban ver lo que sucedí­a en la planicie donde estaban las casas del cantón.

Marí­a observó desde el cerro El Perico cómo el personal militar ingresaba a su vivienda haciendo una gran disparazón, sin escatimar si habí­a o no personas adentro. Escuchaba cómo mataban a balazos a los animales que quedaron en su casa.

“Solo me dejaron un gallo y cinco gallinas baleadas de una ala. Destazaron cuatro cerdos, porque solo las patas hayamos adentro de la pila”, detalló.

Tres dí­as estuvieron los militares en esa vivienda. Saquearon todo lo que la familia tení­a, descansaron lo que pudieron, comieron los animales que encontraron y cuando se acabaron las provisiones incendiaron la casa.

A los siete dí­as de haber huido, Marí­a regresó junto con su hermano Santos y su esposo José a La Joya. El primer lugar al que llegaron fue a su casa, de la cual “una esquinita fue lo único que quedó, que no era ni la mitad del corredor”.

El esposo de Marí­a recuerda que andaba sin camisa y sin sombrero aquel dí­a que volvieron. Lo único que le acompañaba era el corbo, similar a uno que tiene en la mano cuando evoca 37 años después los horrores de la matanza del “™81.

Contiguo a la calle principal del cantón estaba la casa de Carlos Sánchez, en la que fueron asesinadas las 25 personas. Este fue el último lugar que visitaron ese dí­a. Solo quedaban escombros de lo que siete dí­as antes habí­a sido un hogar.

La violencia se mezclaba con los juguetes de los niños. Habí­a pañoletas tiradas en lo que quedaba del corredor y los cuerpos quemados ya estaban en proceso de descomposición.

Lo primero que notaron al llegar al lugar de la masacre fue un mensaje que habí­an dejado los militares a un costado de la puerta de una pared que se resistí­a a caerse: “un niño muerto, un guerrillero menos”. Parecí­a que alguien lo escribió con la mano y tení­a un color entre rojo y negro, como si hubieran tomado la sangre de las ví­ctimas esparcida sobre la tierra.

Gregoria Maradiaga, prima de Marí­a, y su hija que recién nació el dí­a anterior a la masacre se encontraban juntas sobre una cama de madera y cordel de mezcal: muertas. Priscila Sánchez, tí­a de Marí­a, tení­a el vestido levantado y su blúmer estaba sobre una piedra al lado del cuerpo. Carlos Sánchez y los niños se encontraron por el rí­o.

José dice que se desconcertó al ver la “tandalada” de muertos y la “manada de cipotes tendidos”. “Zacate les tiraron para quemar a las personas”, indicó. La mayorí­a de los cuerpos “al pie del carao quedaron, fueron asesinadas entre este árbol y el palo de mango”, dijo Marí­a entre sollozos. El dolor de sus pérdidas no evitó que tomaran los restos de sus familiares en sus manos y les dieran “cristiana sepultura”.

Cinco años sobrevivieron aquellas ocho personas en una cueva del cerro El Perico, por miedo a que otro operativo los alcanzara si se regresaban al cantón en el que habí­an pasado toda su vida. Subsistieron de guineos tiernos que sancochaban y algunos animales que lograban agarrar.

“Uno aprende maneras para sobrevivir. Uno por tal de sobrevivir se las ingenia”, mencionó Marí­a mientras se encontraba sentada sobre una silla en la nueva casa que se construyó sobre los restos del hogar que le destruyeron hace tres décadas.

Firulai, Charlie y Pelusa permanecen junto a ella, como los perros que la acompañaron aquel 11 de diciembre de 1981. Las secuelas de ese dí­a perduran en la actualidad, por esto, Marí­a todaví­a asiste a talleres psicológicos impartidos por el Instituto Salvadoreño para el Desarrollo de la Mujer (ISDEMU).

https://www.youtube.com/embed/BoYxzSgBP9A

El testimonio de Marí­a y de otros sobrevivientes de la masacre de La Joya no cesa y han sido clave para que la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenara al Estado por la violación de los derechos humanos en las masacres ocurridas en la zona montañosa de Morazán. Ellos se empeñan en contar una y otra vez todo lo que vieron, con el afán de seguir exigiendo justicia.

Comisionados de la Corte Interamericana verificaron en agosto de este año el cumplimiento de las medidas de reparación a favor de las ví­ctimas de la masacre de El Mozote y lugares aledaños durante el conflicto armado en El Salvador.

La CIDH, entre otras instituciones y organizaciones a favor de los derechos humanos, supervisan de cerca el cumplimiento del Registro Único de Ví­ctimas; la implementación de programas habitacionales y de desarrollo en las zonas afectadas; y la atención fí­sica, psí­quica y psicosocial de los sobrevivientes de las masacres.

La fortaleza que ha tenido Marí­a durante estos 37 años posteriores a la masacre de 25 de sus familiares, le ayudó a revivir los hechos sucedidos el 11 de diciembre de 1981 en La Joya. Su testimonio fue reconstruido en un recorrido con el juez de Paz de Meanguera y policí­as de Inspecciones Oculares.

Por el momento, 43 son los testigos que han declarado ante el juzgado Segundo de Primera Instancia de San Francisco Gotera y se contabilizan 24 inspecciones realizadas a los lugares donde sucedieron las matanzas. Mientras se recaban más pruebas que serán remitidas al tribunal, se está a la espera de que el juez valore hasta cuándo finalizará el plazo de instrucción.

Si bien los casos emblemáticos de El Mozote y de los lugares aledaños están construyendo un precedente de garantí­a de no repetición de masacres como las ocurridas en esos lugares de Morazán, los sobrevivientes todaví­a cargan con el peso del recuerdo del asesinado indiscriminado de las personas que más amaron en este mundo: sus familiares.

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Redacción ContraPunto
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Nota de la Redacción de Diario Digital ContraPunto
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