El tráfico es un caos en San Salvador y dicho caos no es una simple y vasta anécdota de la vida cotidiana en la principal ciudad de nuestro país. En ese cotidiano embotellamiento se pierden muchas horas de vida de los ciudadanos, cuando van al trabajo o vuelven de él. Este desperdicio, si pensamos la existencia en términos cualitativos, es una mala vida que daña a quienes la padecen y que, vista desde el ángulo de la racionalidad capitalista, no favorece la productividad laboral ni la logística de las empresas.
El tráfico en San Salvador es un monstruo que ha terminado estableciendo una peculiar cultura entre los conductores y los transeúntes. Una cosa es saber conducir un carro dentro de un tráfico reglado y otra muy distinta es saber conducir en una ciudad como San Salvador donde el imperio de la regulación es tan débil que los autobuses pueden bajar a sus pasajeros en medio de la calle y lejos del andén. Esta anarquía latente y violenta no es precisamente un ámbito donde se sienta un profundo respeto hacia las normas. En tanto que monstruo, el tráfico en San Salvador delata una filosofía de vida, una cultura.
De modo análogo, hay una anarquía semejante en la manera en que la ciudad se expande hasta más arriba de las faldas del volcán devorando las pocas zonas verdes que todavía existen en San Salvador. También los constructores e impulsores del crecimiento urbano se saltan las reglas que deberían regular la manera en que pilotan sus capitales en el anárquico espacio de la ciudad. Crecer está bien, está bien hacer negocio, pero sin atentar contra el precario hábitat ecológico donde tantos carros se mueven y donde tanto se urbaniza, fuera de control.
Ahí donde la libre concurrencia de los individuos genera hondos y peligrosos desequilibrios y no es capaz de autorregularse, ahí se hace necesaria una esfera pública fuerte y eficaz que sepa ordenar racionalmente las actividades privadas de los ciudadanos.
Ni al capital ni al ciudadano de a pie, crecidos en el ámbito de la anarquía y la fuerza, le gusta el término “Planificación”. Pero, en algún momento, habrá que asumirlo, como quiera que se plantee filosóficamente, si queremos hacer frente a ese tráfico desordenado de carros y capitales que ponen en peligro el precario equilibrio de la ciudad. Más temprano que tarde, habrá que asumir el verbo planificar si realmente se valora el interés general de la ciudadanía por encima de la anarquía cortoplacista del libre mercado.